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En El último bar (The Old Oak, RU-Francia, 2023), coral opus 31 del legendario realista proletarizante inglés de 88 años Ken Loach (Pobre vaca 69, Lazos de familia 19), con guion del imprescindible Paul Laverty, el silencioso dueño sexagenario del último pub (emblemáticamente llamado El Viejo Roble) en el otrora próspero pueblo minero de Dunham al norte de una Inglaterra ya en irreversible decadencia socioeconómica TJ Ballantyne (Dave Turner) rompe por un momento con su política de solitario paseador playero de su adorada perrita Marra y con su proverbial prudencia al defender físicamente a la sensible inmigrante siria angloparlante Yara (Ebla Mari) que desembarcaba junto con su numerosa familia en una devaluada casona de la localidad y forcejeaba con un borrachín que terminaría estrellando en la banqueta la cámara fotográfica con la que ella lo había retratado, y la generosa reparación de esa camarita va a servir como primer vínculo solidario para que el bondadoso TJ se involucre y respalde la integración de los fugitivos de la salvaje guerra genocida de Medio Oriente, al grado de llegar a desafiar con valentía a la hostilidad xenofóbica de sus clientes desde hace cuatro décadas, negándoles el clausurado cuartito-museo de atrás del bar que le requerían para reuniones antinmigrantes, y readaptarlo ante la sorpresa de todos y espontánea colaboración de algunos y algunas como cocina comunitaria gratuita en beneficio de los refugiados sirios, con la colaboración de la cómplice abnegada Laura (Claire Rodgerson) y al grito de “Si comen juntos, se mantendrán juntos” en recuerdo de antiguas huelgas épicas antes del cierre de las minas, una intolerable empresa colectiva pronto saboteada, bajo la guía del llorón traidor a la amistad Charlie (Trevor Fox) y a través de un provocado estallido de las cañerías, más una inutilización eléctrica generalizada, neutralizando la fe y la esperanza del idealista dueño cantinero TJ y su motivadora nobleza testamentaria.
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La nobleza testamentaria del gran realizador prolífico y longevo próximo al inevitable retiro definitivo Loach, se revela así análoga a la del bondadoso héroe vulnerado perfecto TJ, pues en un alarde casi delirante de proyección sentimental ese personaje alter ego y axial va definiéndose, pese a su actitud callada, como un ángel de la guarda para el clan sirio de la compulsiva fotógrafa-enfermera Yara y como un ser ultrasolidario a lo King Vidor (El pan nuestro de cada día 34), para quien “Si los trabajadores se dieran cuenta del poder que tienen y pudieran permanecer juntos, podrían cambiar al mundo, pero nunca lo hicimos”, si bien padece estoico e inconsolable el repudio de sus inmostrables seres queridos más inmediatos (la esposa que lo abandonó, un hijo que no le habla) y de pronto sufre hasta el despojo clave de su inseparable perrita despedazada por canes salvajes en un cementerio, esa perrita cuyo hallazgo solovino, cual fáctica representación encarnada de Eros y Tánatos, lo había providencialmente salvado del suicidio en el único flashback del film, exacto un 9 de abril cuando el hombre caminaba ya hacia el mortífero océano precisamente en el lugar donde yacía enterrado desde otro 9 de abril su padre minero fallecido en un accidente laboral.
La nobleza testamentaria parece entonces poner perentorio punto final a una polémica pero efusiva y dignísima obra fílmica que supo transitar de la cruenta palinodia obrerista (Lluvia de piedras 93) al doloroso arrancamiento de hijos (Ladybird, Ladybird 94) o de la identidad propia (Yo, Daniel Blake 16) a causa de la misma devastadora asistencia social inglesa, y del duro cuestionamiento antipsiquiátrico (Vida en familia 71) a la denuncia de los crímenes de los comunistas en la Guerra Civil Española (Tierra y libertad 95) y a la expropiada lucha latinoamericana (Vientos de libertad 06), ahora y siempre con sobria fotografía todoequilibradora de Robbie Ryan, bien valorada por una pausada edición de Jonathan Morris, con ese arranque a base de fotofijas en blanco/negro cual homenaje al aún innombrado talento estético de Yara y acariciante música de George Fenton tan apaciguadora cuanto alerta.
La nobleza testamentaria acompaña su poderoso relato de la solidaridad fallida (“Los bastardos nos anularon”) y sin embargo moralmente triunfante, con una serie de temas colaterales que se abordan de manera soberana aunque casi al sesgo, cual suma de rápidas definiciones conceptuales episódicas: la necesidad innata de espacios públicos para convivir en comunidad y olvidarse de uno mismo es un mugroso bar en ruinas, la memoria histórica que cuenta e importa es una trastienda vuelta museo de grandes momentos vividos y ganados en común, el fascismo cotidiano es la invención de un enemigo exterior como el inmigrante en el quien depositar todos los miedos y frustraciones internas individuales sean conscientes e inconscientes, la huella colectiva fundamental es una catedral devuelta al cabo de los siglos a los trabajadores que la edificaron, la integración ritual es un recorrido desgarrador-exultante por las desiertas naves catedralicias evocando la exuberante Palmira destruida por los bombardeos, la esperanza es un acto de fe afirmativa y una obscenidad opioide a la vez, la homologación racial y cultural es una consensuada toma de fotos a los desempleados cerveceros del bar y a las quejosas señoras del salón de belleza para ser exhibidas en un reconciliador audiovisual que mezcla esas imágenes con las de aterradores rescates en las ciudades sirias arrasadas por orden gubernamental (“Somos como una familia”), y la mejor pausa-engarce fílmico es un bar vacío.
Y la nobleza testamentaria culmina con una celebración final a un tiempo luctuosa y festiva donde medio barrio antes xenofóbico feroz acude con ramos de flores y peluches para los niños a rendir tributo callejero al padre de la heroína sacrificado lejos de ahí en un conflicto bélico que ya a nadie parece importarle.