Julio Ascarrunz
Cuando las elecciones estadounidenses de 2000 se definieron por 537 votos en el estado de la Florida, se reconoció que la gobernanza electoral importaba, incluso en los países con “democracias consolidadas”. Así, se inauguró una agenda de investigación en torno a cómo y quiénes definen las reglas electorales y de qué manera se resuelven las controversias del juego electoral. La mayor parte de la atención estuvo centrada en qué tipo de instituciones organizan los comicios y cómo se definen a sus miembros.
En América Latina, la tradición histórica de gestión electoral es anterior (por mucho) a esta agenda. Por mencionar algunos, el Organismo de Gestión Electoral (OGE) en Colombia empezó en 1888, en México en 1917, en Uruguay en 1924, en Chile en 1925, en Brasil en 1932, en Venezuela en 1936, en Ecuador en 1945, en Bolivia en 1956, y en Argentina en 1962.
Con tan larga historia, es inevitable preguntar qué lecciones se pueden extraer de América Latina en materia de institucionalidad electoral. Si nos quedamos con los enfoques tradicionales de clasificar a los organismos electorales por sus funciones (administrativas, registrales, jurisdiccionales) o por la procedencia de sus miembros (independientes, gubernamentales, partidistas, mixtos) es posible encontrar cosas interesantes, pero queda insuficiente.
En la actualidad podemos indagar sobre la autonomía y la capacidad en el accionar de los organismos electorales en perspectiva histórica y comparada a través de los datos de V-Dem. Así, toda la región en su conjunto cuenta, a partir de la data, una historia de superación y resiliencia. Desde 1900 hasta 1963 hay un crecimiento paulatino en la autonomía y capacidad de los OGE con pocos y leves tropiezos (1920-1925 o 1947-1951), de los cuales ha habido recuperación. Incluso en 1964 que inaugura una segunda fase de retroceso un poco más prolongado y marcado hasta 1977, la institucionalidad electoral en la región se ha recuperado.
Desde 1978 los avances han sido mucho más fuertes y marcados en línea con la tercera ola democratizadora de la que Latinoamérica ha sido parte fundamental. Sin embargo, desde fin del siglo XX la institucionalidad electoral enfrenta un nuevo desafío. En esta ocasión la capacidad de los OGE ha sido afectada por el estancamiento y un muy leve retroceso. En cambio, la autonomía ha tenido mayor afectación. 1997 es el año de mayor autonomía de los OGE en la región; de ahí en adelante el indicador de V-Dem disminuye.
Sin embargo, estas tendencias no son homogéneas entre los países de la región. Por ejemplo, los casos de México, Brasil, Ecuador, Guatemala, Perú, Honduras, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, y El Salvador tuvieron algún retroceso en la autonomía de su OGE, siendo los últimos cuatro los más extremos. Igualmente, con la capacidad electoral, son los casos de El Salvador, Paraguay, Perú, México, Bolivia, y Venezuela quienes presentan problemas, especialmente los últimos tres de manera más pronunciada.
Con todo, de la generalidad y las especificidades de las trayectorias de capacidad y autonomía de los OGE en América Latina debemos extraer algunas reflexiones, tanto para la academia como para la política. Primero, la autonomía y la capacidad no siempre van de la mano. Segundo, las amenazas a la democracia de nuestra época en general afectan más a la autonomía. Tercero, algunos países han sufrido problemas más bien en la capacidad. Cuarto, los países con mayor peligro presentan amenazas a la autonomía y a la capacidad.
Universidad Mayor de San Andrés (UMSA, Bolivia)
Observatorio de Reformas Políticas en América Latina