Cristhian Uribe Mendoza
La violencia política es hoy una de las principales amenazas que enfrenta la democracia en América Latina. No se trata únicamente de asesinatos o atentados contra la vida de liderazgos sociales y políticos –aunque estos siguen cobrando vidas a un ritmo alarmante–, sino también de violencias menos visibles, pero igualmente perjudiciales: el uso del lenguaje agresivo para estigmatizar al adversario, los señalamientos infundados y la desinformación en redes sociales.
Un reciente informe de la ACLED (Armed Conflict Location & Event Data) documentó más de 680 incidentes de violencia contra funcionarios públicos durante el 2024 en América Latina y el Caribe, lo que posiciona a la región como la segunda más peligrosa del mundo para hacer política (solo superada por Asia-Pacífico). El 87% de los casos se concentra en México, Brasil, Colombia, Ecuador y Perú, donde la violencia ha dejado de ser la excepción y se ha convertido en un patrón recurrente, especialmente en periodos pre-electorales.
En Colombia, el reciente atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay reavivó temores de una escalada política violenta y fue comparado con los magnicidios que sufrió el país en los años 90. En este contexto, muchas voces han hecho un llamado a desarmar el lenguaje, reconociendo que la violencia no solo se ejerce desde las armas, sino que también puede activarse desde discursos que promueven la confrontación como estrategia político-electoral.
En varios países de la región se ha normalizado una violencia simbólica o verbal que deshumaniza al adversario, reduce la deliberación pública a insultos y legitima escenarios de agresión real. Desde las tribunas y redes sociales, dirigentes políticos de distintas orillas ideológicas difunden calificativos estigmatizantes, promueven teorías de la conspiración y desacreditan a quienes manifiestan posiciones críticas.
Frente a este preocupante escenario, los gobiernos latinoamericanos tienen una responsabilidad ética y política ineludible: garantizar condiciones reales y efectivas para la participación democrática. Ello implica no solo proteger físicamente a los liderazgos sociales y políticos, sino también desmontar el lenguaje del odio que se ha enquistado en el debate público. Desarmar el lenguaje también implica restituir el valor del discurso político como herramienta de construcción del bien común.
Pero esta tarea no recae únicamente sobre las autoridades del Estado. La sociedad en su conjunto también tiene la enorme responsabilidad de no reproducir discursos de descalificación y deshumanización del Otro. Erradicar el lenguaje de odio es clave para que no se traduzca en violencia concreta sobre quienes piensan distinto. Si bien esto no garantiza que los actores armados ilegales cesen sus acciones, sí contribuye a elevar el nivel del debate público y a la construcción de sociedades verdaderamente democráticas, donde cada posición es legítima y puede ser discutida desde la razón y el respeto mutuo.
Profesor en la Universidad Nacional de Colombia
Miembro del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina