Yucatán es, por excelencia, sinónimo de seguridad. A lo largo de los años, ha mantenido los mejores indicadores del país en percepción de tranquilidad y confianza institucional. Su capital, Mérida, es promovida como un oasis de armonía en medio de un país sacudido por la violencia. Sin embargo, un caso reciente ha sembrado dudas sobre si esta paz es tan sólida como parece.

En 2022 estalló una disputa legal y mediática por la posesión de dos joyas turísticas: los hoteles “Mayaland” y “The Lodge at Chichén Itzá”, ubicados a escasos metros de una de las maravillas del mundo. El conflicto no solo involucró a empresarios locales y nacionales, sino que expuso fracturas profundas en los mecanismos de impartición de justicia, protección patrimonial y gobernanza en el estado.

La historia, bautizada en redes sociales como #CasoMayaland, no es solo un pleito por tierras o negocios: es una alerta. A través de testimonios, documentos legales y reportajes de investigación, se evidenció un sistema judicial que operó de manera opaca, favoreciendo intereses específicos y desprotegiendo a una parte históricamente ligada al desarrollo cultural y turístico de la región.

Uno de los elementos más alarmantes fue la rapidez con la que se ejecutaron ciertas resoluciones judiciales, contrastando con la lentitud y el desinterés mostrado ante otros casos ciudadanos. Esto ha generado un debate sobre la imparcialidad de los tribunales y sobre la capacidad de las autoridades para garantizar un estado de derecho parejo para todos.

La aparente calma de Yucatán comenzó a derrumbarse cuando actores políticos, económicos y judiciales se vieron señalados por su participación activa o su silencio cómplice. Lo que se presumía como un estado ejemplar en legalidad comenzó a parecerse, peligrosamente, a muchas otras entidades del país donde el poder se administra entre pocos y los derechos se negocian.

Durante el periodo en que se desarrollaron los hechos, el estado era gobernado por Mauricio Vila Dosal, del Partido Acción Nacional. Bajo su administración se promovió una imagen de estabilidad y paz institucional, pero la opacidad y permisividad judicial que rodearon este caso ocurrieron bajo su mandato. Hoy, con Joaquín Díaz Mena como gobernador, el silencio ha persistido: su administración ha optado por mantener el pacto de omisiones en torno al caso.

A esto se suma la dimensión simbólica del conflicto: la disputa ocurre a unos pasos de Chichén Itzá, ícono del México ancestral, emblema de la grandeza maya y patrimonio de la humanidad. Que el pleito involucre la apropiación de espacios tan significativos no solo afecta al turismo o la economía local: erosiona la confianza ciudadana en las instituciones y en la capacidad del estado para custodiar lo que le da sentido histórico y cultural.

Tampoco ha sido clara la postura del gobierno federal ante un conflicto que involucra patrimonio nacional. Si la Fiscalía General de la República, bajo control de Morena, decide no intervenir ni investigar, estará incurriendo en una complicidad silenciosa. La defensa del patrimonio y del estado de derecho no puede someterse a los intereses políticos del momento.

El caso Mayaland no ha terminado. Más bien, abrió una grieta. Y si algo enseñan las grietas es que hay que mirarlas con atención antes de que se conviertan en derrumbes. Yucatán sigue siendo un estado profundamente valioso, pero su perpetua paz, aquella que lo distinguía del resto, ya no puede darse por sentada.

@MaiteAzuela

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