La buena reputación de los militares conseguida básicamente por ser referente de apoyo en desastres naturales, no alcanza para encumbrarlos como institución operativa del poder ejecutivo. Hacerlo revela profundas carencias tanto en la habilidad de conformar un equipo de gobierno civil, profesional y honesto, como para construir un legado desde la administración pública que no recurra a prácticas de guerra para ejercer el poder.

Aunque cada vez que se le pregunta sobre su intención de militarizar al país, López Obrador lo niegue, es un hecho que abandonó la urgente necesidad de profesionalizar el servicio público a cambio de apostar tanto presupuestalmente como en otorgamiento de facultades, por un Estado de lógicas militares.

No se trata sólo del colosal presupuesto con el que ha beneficiado al gremio castrense, sino que para cargos que en cualquier democracia deberían ser ocupados por civiles, él ha optado por ocuparlos con personal militar, que atiende los problemas desde una perspectiva ofensiva, listos para recurrir a dinámicas bélicas con objetivos por eliminar.

Además de que, en la evidente búsqueda de legitimar la presencia de soldados en las calles, a pesar de su poca efectividad para contrarrestar la violencia del país, les ha entregado funciones estratégicas que le dan a su gobierno una imagen verde olivo de la cual le será imposible deslindarse con el paso de los años. Los soldados son ahora los responsables de resguardar y distribuir las vacunas; controlan los dineros de los trabajadores al servicio del Estado; construyen sucursales del banco de bienestar; además de los dos proyectos que considera claves para su gobierno: el tren maya y el aeropuerto Felipe Ángeles, custodian Dos Bocas; son los distribuidores de libros de texto y de programas sociales; tienen la tarea para la cual han dado raquíticos resultados, de combatir el huachicol y son quienes custodian las aduanas, así que el ingreso de armas al país está bajo su responsabilidad.

El impulso que López Obrador ha dado al modelo de seguridad de Calderón Hinojosa, supera la, probada, errónea meta de entregarles gradualmente la seguridad pública con la claudicación de gobernar con un equipo de civiles.

La militarización que se va consolidando en esta administración no ha tenido la menor resistencia de la oposición. Pocos votos que no alcanzan para mucho. El miércoles 8 de septiembre de 2021 el Ejecutivo Federal presentó el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación 2022, que incluye un aumento sustantivo de plazas en la Secretaría de la Defensa Nacional y un alza del presupuesto destinado a la Guardia Nacional. Al día siguiente, la Cámara de Diputados aprobó la Ley Orgánica de la Armada de México, que amplía su participación en tareas de seguridad pública y permite que este cuerpo actúe con discrecionalidad, según las órdenes del presidente.

No es novedad que la relación del Ejército con el ejecutivo ha sido institucional y profunda, sin embargo, desde el pacto de 1929, se fueron creando mecanismos para resolver las controversias por el control político sin recurrir a las armas. Como bien lo señala el Dr. Jorge Javier Romero, experto en instituciones políticas: “El poder militar siguió siendo central hasta 1946 con el nacimiento del PRI, se pactó con el ejército su alejamiento de la disputa por la presidencia de la República”.

¿Ese pacto se ha desvanecido? Lo menos que puede generar este desproporcionado reparto de dineros y de áreas de incidencia pública es un agradecimiento incondicional del ejército hacia el ejecutivo. Quizá los grupos parlamentarios que han ido de la mano con López Obrador arropando su proyecto de militarización, crean ingenuamente, que la lealtad del Ejército al partido en el poder sea con quienes, desde el Congreso, le garanticen un marco jurídico que avale la extensión de su dominio, sin contrapesos legales. No calculan que el avance de la militarización tendrá un saldo desfavorable para quienes apuestan por la democracia y la garantía de derechos y libertades. Quizá estemos a tiempo para que no sea irreversible.

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