El presidente Trump acude al Medio Oriente, presentándose en el Foro de Inversión Estados Unidos-Arabia Saudí, “La única nación más caliente que la suya”, recibiendo además lisonjas -hiper soborno- de Qatar, involucrándose en los conflictos de la zona - canceló sanciones a Siria-, de Ucrania e Irán. En tanto, China prosigue con su estrategia de conquistar silenciosamente América Latina. Sin disparar una bala, sin marines, ni portaviones, sólo con inversiones, financiamiento y continua presencia diplomática, el gigante asiático, paciente, sin improvisar, incrementa su presencia en nuestro continente, planeando a largo plazo.
Veamos los hechos. En Brasil, Lula da Silva se ha acercado abiertamente a Beijing. Chile exporta más a China que a cualquier otro país, y su litio -oro blanco del siglo XXI- ya tiene dueño asiático. Argentina ha recibido financiamiento para obras clave. Regímenes autoritarios como Cuba, Venezuela y Nicaragua, encuentran en China un socio sin preguntas incómodas, sin sermones democráticos. Incluso en Colombia, con Gustavo Petro, la relación con Estados Unidos se enfría, mientras se multiplican los acuerdos con China. China financia carreteras, puertos, trenes, redes 5G, centrales hidroeléctricas, por otro lado, compra materias primas, invierte en energía, instala embajadas activas y cultiva simpatías en universidades y medios. El soft power chino se expande. Su estrategia es clara: ocupar el espacio que Estados Unidos ha ido dejando vacío, por distracción o soberbia.
Washington aún cree que América Latina le pertenece por derecho histórico, pero mientras sigue viendo la región como su “patio trasero”, Beijing la trata como un socio estratégico. La Doctrina Monroe está muerta y la hegemonía estadounidense en el continente se está esfumando sin que nadie en el Capitolio parezca notarlo.
¿Y México? Aquí viene la pregunta incómoda. Nuestro país, atrapado entre la vecindad inevitable con Estados Unidos y la tentación de abrirse a China, debe jugar con inteligencia. No se trata de renunciar al T-MEC, que hoy es nuestra mayor ancla de estabilidad económica, pero sí de diversificar nuestras alianzas, sin ingenuidades. México no puede permitir que China compre voluntades en América Latina mientras nosotros seguimos con discursos de soberanía y abrazos a dictadores. Tampoco debemos entregarnos ciegamente al yugo norteamericano. La verdadera soberanía está en tener opciones, no en aislarse ni en someterse. México debe asumir el papel de liderazgo regional, actuar como un puente entre los intereses del norte y las aspiraciones del sur, fortalecer sus relaciones con América Latina desde una sólida posición democrática, económica y diplomática. Paralelamente instar a Estados Unidos a que se avoque, que invierta, que dialogue, que comprenda que si no ocupa su lugar, algún otro lo hará. México debe convertirse en el contrapeso democrático y económico de la región, el que dialogue con ambos bloques, sin someterse a ninguno. China no es el enemigo, pero tampoco es un socio inocente. Estados Unidos no es el salvador, pero sigue siendo clave. México debe actuar como una potencia media, con visión propia y sin complejos. De no liderar el juego, terminaremos siendo meros espectadores. China avanza sin hacer ruido, pero con paso firme en América Latina -sin que Washington parezca percatarse- a través del comercio, la infraestructura, la inversión y la diplomacia.