Hace unos días, mientras revisaba noticias sobre las últimas manifestaciones en la región, me vino a la mente una pregunta incómoda: ¿realmente sirven para algo todas estas marchas, protestas y movimientos que parecen multiplicarse por doquier? La respuesta, me temo, es más compleja de lo que quisiéramos admitir. Crecí en la frontera norte de México, en Baja California, donde la política se vive de manera muy distinta al resto del país. Allá arriba, mientras el centro-sureste se agita con causas ideológicas y movimientos de izquierda, nosotros vivíamos una realidad más pragmática, más desconectada de esas luchas que parecían llegar desde otro mundo, un México irreal. Quizás la proximidad con Estados Unidos nos había contagiado de cierto escepticismo hacia los grandes discursos transformadores. No es casualidad que mi estado natal fuera pionero en romper la hegemonía del PRI en 1989, pero lo hizo desde el conservadurismo panista, no desde la izquierda revolucionaria.

Esta experiencia personal me ha llevado a ver con cierto distanciamiento crítico el fenómeno de los movimientos sociales que han florecido en América Latina durante las últimas décadas. Sí, han surgido como respuesta legítima a la crisis de las instituciones democráticas, al fracaso de las políticas neoliberales y a las transformaciones culturales de la globalización. Pero ¿han logrado realmente cambiar algo sustantivo? Los números hablan por sí solos. La confianza en los partidos políticos se desplomó del 22.7% al 12.2% entre 1996 y 2003, según Latinobarómetro. Los parlamentos perdieron credibilidad. La gente salió a las calles porque las instituciones ya no respondían. Los piqueteros en Argentina bloqueando rutas, la CONAIE en Ecuador defendiendo sus territorios, el MST en Brasil ocupando latifundios. Todos estos movimientos canalizaron una frustración real, una demanda auténtica por participación y cambio.

Pero aquí viene la parte incómoda: cuando un movimiento social no logra cristalizar sus ideales o no logran generar políticas públicas o convertirse en una institución política sólida, tiende a diluirse o perder relevancia. Es lo que he visto una y otra vez en México. El movimiento estudiantil de 1968, el zapatista de 1994, el #YoSoy132 de 2012, [el menos virtuoso a mi parecer] las feministas contemporáneas. Todos importantes, todos necesarios, pero ninguno logró generar transformaciones políticas sustantivas y duraderas. El problema no es solo mexicano. En toda la región, los movimientos sociales enfrentan una paradoja cruel: mientras más exitosos son en canalizar el descontento, más vulnerables se vuelven a la cooptación o la represión. En países con Estados sólidos como Chile y Uruguay, los gobiernos han aprendido a usar el neoclientelismo, la represión directa y la criminalización de la protesta para neutralizar estos movimientos. Es un juego perverso donde el poder permite cierto nivel de movilización para legitimarse, pero sin permitir que trascienda hacia cambios reales.

La dimensión económica agrega otra capa de complejidad. Las políticas neoliberales, con su secuela de desempleo, precarización laboral y exclusión rural, han sido el combustible perfecto para estos movimientos. Pero esa misma precarización ha fragmentado las luchas sociales. Los buhoneros en Venezuela, los pequeños empresarios, los trabajadores informales: todos enfrentan problemas similares, pero luchan por separado, incapaces de construir identidades colectivas sólidas.

Y aquí debo ser honesto: es romántico pensar que todos los involucrados en un movimiento social buscan los mismos objetivos. La realidad es mucho más compleja. Los consensos son frágiles, las agendas diversas, y muchas veces los liderazgos terminan reproduciendo las mismas dinámicas de poder que dicen combatir, está el caso de Podemos, en España, ese movimiento que terminó incrustado en el poder generando arengas risibles en su corrección política extrema, una caricatura. Las nuevas tecnologías han facilitado la coordinación, es cierto. Las redes sociales han permitido que causas como la revalorización de identidades indígenas en Ecuador y Chile, o las prácticas cooperativas en Uruguay, encuentren nuevos espacios de expresión. Pero también han contribuido a la fragmentación, creando burbujas ideológicas donde cada grupo se confirma en sus propias certezas sin dialogar con otros.

El individualismo, la mercantilización de las relaciones sociales y la criminalización mediática de la protesta han creado un ambiente hostil para la acción colectiva. Los medios presentan a los manifestantes como revoltosos, los gobiernos los criminalizan, y la sociedad los ve con creciente indiferencia. Esta dinámica alimenta un populismo que no puede desaparecer por completo y que viaja entre extremos, manteniendo viva una lucha ideológica constante en la región. Es un péndulo que oscila entre la esperanza y la frustración, entre la movilización y la apatía. No quiero ser completamente pesimista. Movimientos como la CTA en Argentina, el MST en Brasil, la CONAIE en Ecuador, FUCVAM en Uruguay, los mapuches en Chile han demostrado una notable capacidad para convertir obstáculos en oportunidades. Han contribuido a forjar democracias más inclusivas, aunque sea de manera limitada. Su habilidad para aprovechar las fisuras del sistema refleja una resiliencia admirable. El problema es que su potencial transformador se ve constantemente limitado por la realidad del poder económico y mediático. El discurso de un “socialismo a la latinoamericana” suena inspirador, pero ¿cómo articular estas visiones cuando el capital sigue dominando las reglas del juego?

En México, el fenómeno ha tomado una forma particularmente perversa. Las iniciativas políticas masivas impulsadas por López Obrador fueron presentadas como movimientos sociales, pero a mi juicio constituyeron política tradicional disfrazada de acción colectiva. Un viejo político priista, Jesús Reyes Heroles, tenía razón cuando decía que “lo que resiste apoya”. El poder necesita del movimiento para afianzarse y revalidarse constantemente, hoy ante los embates de Donald Trump se preparan o sugieren manifestaciones masivas en apoyo a la presidenta Claudia Sheinbaum, la masa gritando y arropando el poder de facto, porque una muestra ideológica como esa no importa al extranjero, tampoco apela a un núcleo mayor de la sociedad. Es una reflexión amarga pero necesaria. Las marchas, ese libre albedrío de la democracia, terminan por desgastarse hasta el punto de generar apatía. “Otra marcha más... ¿para qué?”, se preguntan cada vez más ciudadanos. Y la respuesta, me temo, es sencilla: para mantener viva la ilusión de que las voces cuentan.

No sugiero que debamos abandonar la movilización social. Los movimientos siguen siendo necesarios como espacios de resistencia y como laboratorios de alternativas. Pero es hora de ser más honestos sobre sus limitaciones y más estratégicos sobre sus objetivos. La democracia sigue siendo un espacio en disputa, pero la disputa se ha vuelto más compleja. Ya no basta con salir a las calles y gritar consignas. Hace falta construir ideas, formar cuadros políticos, desarrollar propuestas concretas y, sobre todo, entender que el cambio social real requiere tiempo, paciencia y una visión de largo plazo que trascienda la inmediatez de la protesta. Y, sobre todo, comprender que, para aniquilar el discurso dominante, debemos adaptarnos a su forma, hablar un mismo lenguaje…

Los movimientos sociales latinoamericanos nos recuerdan que la democracia no es un producto terminado, sino un proceso en constante construcción, desgastado, pero sin que tengamos un nombre nuevo para designar eso que antes percibíamos como democracia en sí. Por otra parte, la acción colectiva puede convertirse en un espejismo que nos distrae de las transformaciones reales que necesitamos.

Comprender esto es crucial para desentrañar no solo las dinámicas de resistencia, sino también las oportunidades para construir alternativas más justas e inclusivas. Porque de eso se trata: no de gritar más fuerte, sino de construir. ¿Mejor no salir a la calle? Apelo en principio a la inteligencia, partamos desde este punto. Todos podemos marchar, pero no todos sabemos pensar. Habría que regresar a las aulas las clases de Civismo. Podríamos partir desde esa base del conocimiento ahora perdido y que suma a la ignorancia y escaso amor por la patria como reconozco a las generaciones más jóvenes.

Sin objetivos claros todo movimiento social deriva en marcha de salvajes… antes de dar un paso hay que pensar. ¿Movimientos sociales para qué?

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