Hace varios años me dije: “Dejaré de beber.” O tal vez: “A partir de ahora ni una gota más de licor.” Y creí que hacer algo semejante me convertiría en otra persona; pensé que entonces sí el verdadero, noble e inteligente ser que existía en mí, emergería de las nubes negras que lo acompañaban en todo momento. ¿Por qué yo, lector de Heidegger y Foucault cantaba a Julio Iglesias en la madrugada? Intenté alejarme totalmente de los vinos pero no lo logré: permanecí dos semanas sin probar el líquido sagrado, y en tan poco tiempo me transformé en un hombre amargo, antipático, dispuesto a odiar a la menor tentación: un ser arrogante e insufrible, ya que además de exhibir un temperamento mojigato, le daba la razón al bien, a la sobriedad, a la salud. ¡Qué ingenuo fui! (Una advertencia: el mío es un relato personal y no desearía que alguien se sintiera aquí reflejado). El asunto es que fui incapaz de suspender la transustanciación, y me convencí de que no abandonaría la sangre divina, ya que una acción semejante tendría que ser considerada una insoportable traición a mi efímera libertad y a la fidelidad que merecían mis escasos placeres. No podía dejar de ser yo para convertirme en una marioneta de mi imaginación.
Seguí bebiendo y escribiendo, sin que me importaran las opiniones de otros: eso haría. Y un día cualquiera, una persona apreciada me aconsejó que no bebiera frente a los abstemios o ante aquellos que habían dejado el alcohol por convicción. Tenía yo el deber moral de apoyarlos y no provocarles tentaciones. Entonces me pregunté: “¿Debo también dejar de comer frente a un gordo?” No puedo ser guapo ante un hombre poco agraciado; me gustaría, mas algo así no se encuentra en mis manos. También desearía no ser alto ante un hombre de baja estatura, pero así nací y no me avergüenzo.
Al paso del tiempo me enfrenté a un problema mucho mayor: mis amigos queridos, que se emborrachaban o pernoctaban con sus amantes me culpaban cuando sus mujeres, esposas, esposos, etc... les reclamaban la ausencia nocturna o el desaguisado. Y su respuesta resultaba invariable: “Estuve con Guillermo; ya sabes cómo es.” Mil veces carajo; ¿no es esta escusa un verdadero crimen?: Cargar con las culpas, borracheras e infidelidades de mis amigos, mientras yo leía apaciblemente a Antonin Artaud recostado en cama, sin hacerle daño a nadie (“Porque incluso la luz de lo increado no es más que una astucia / de seres demasiado cobardes para vivir en el /sufrimiento de lo creado, y pronto dios habrá pasado y /nadie / pensará ya en ello”). Fue entonces que exclamé: ¡Basta! Asumo mis culpas y es posible que proteja a mis amigos y amigas en sus liviandades; pero estarán de acuerdo conmigo en que ya no puedo tolerar un peso de tal naturaleza. Les ruego que ya no me usen de tapadera, como diría mi madre.
Bueno, a mi asunto: ¿por qué dejar de beber si podía administrar mi debilidad? Soy un hombre sagaz y estoy consciente de que no quisiera dar la espalda a la amistad. Bajé la dosis, es decir: seguí bebiendo lo mismo, algo que bien contemplado es una actitud pragmática e inteligente, aunque yo no lo sea. ¿No administramos la muerte todos los días? ¿He ofendido a alguien debido a mis excesos? Claro que no: ¡El exceso soy yo! Y quien no tenga en cuenta algo tan elemental está perdido. Prefiero expresar, como solía hacerlo Bora Milutinovic, antiguo entrenador de los Pumas y de la selección Nacional, cada vez que le exigían tomar posición respecto a las decisiones de un colega: “yo respeto.” Aquel que no respeta sus vicios es, desde mi marginal punto de vista, un ser inmoral. ¿Quieren vivir muchos años? Yo respeto. ¿No logran controlarse? Yo respeto, pero nadie, creo, es capaz de imponerle directrices al caos A los sacerdotes de la virtud, de la templanza, del “nuevo orden individual”, sólo les digo: “yo respeto.” Pero a mí déjenme vivir tranquilo. Cerca de una treintena de libros publicados son evidencia de que cumplo mis obligaciones creativas. Dostoievski escribió que se había bebido en alcohol todas las medias de su mujer. Jerzy Pilch, el escritor polaco, en Casa del ángel fuerte, escribe que él no sólo se gastó las medias de su amada, sino también la lavadora, el refrigerador, la casa y demás. De manera que yo también exijo respeto: he dejado a mi pareja sin bienes porque preferí cultivar mis deseos. ¿Y qué? ¿Quién tiene, excepto ella, la altura ética de reclamar mi conducta? El vino es como el árbol, el mar, el autobús, la carretera, el arte, el deseo, “cosas” que le otorgan sustancia a nuestra vida. Como Bora Milutinovic, yo respeto a quienes abandonan la bebida; recuerdo haber dejado de jugar y alejarme del basquetbol hace más de veinte años; pero dicha decisión sólo me concernía a mí. Nadie tome a la ligera, ni a la pesada, mis comentarios: ¡Yo respeto!