Visitando el hogar de una amiga y mientras me narraba su más reciente viaje, me incorporé del sillón para servirme un trago. Cuando entré a la cocina en busca de hielos descubrí a una cucaracha de buen tamaño en la pared, a un lado de la hielera. Como es frecuente, los seres humanos solemos matar a las cucarachas, aun sin meditarlo. Si buscaba una escoba, fumigador o un periódico, por demás escasos en aquella casa, el insecto correría a esconderse, así que me decidí por hacer algo que resultó sencillo y bastante eficaz. Le di un buen puñetazo al bicho con tal de no tenerlo que rematar en el piso. No me percaté de que mi amiga había seguido mis pasos siendo testigo próximo de mi acto asesino. Sus ojos abiertos como platos de marfil exhibiendo sus pupilas turquesa me sorprendieron; ella se quedó pasmada luego de observar mi desplante. Fui al lavabo de la misma cocina y me lavé las manos, orgulloso de que el animalejo no hubiera podido escapar. Sin embargo, no lo habría hecho si supiera que el crimen hubiera sido observado por mi anfitriona que no acostumbraba a ser testigo de mi comportamiento bárbaro y tosco. De vuelta al sillón, e intentando calmarla, le narré el quid de la novela de Ian McEwan, quien, en sentido contrario a La metamorfosis, de Franz Kafka, escribió que una cucaracha había despertado convertida en un ser humano, lo cual a mí me parece un conversión tenebrosa y en definitiva más terrible que la acontecida en la novela del escritor checoslovaco.
Ya desearía, tal como acabé con la barata —así se le dice en otros países—, eliminar de un golpe a tantos criminales que azotan al país que habito. No me temblaría la mano y, a diferencia de lo sucedido en aquella casa, al limpiarme las manos utilizaría el más potente de los desinfectantes posibles. Es inútil repetirlo, pero la pena de muerte es difícilmente aplicable en un país donde la delincuencia ha trasminado las instituciones de justicia y menos ahora que se ha abolido el poder judicial al someterlo a una reforma apresurada y electorera, cuando se presentaba una magnífica oportunidad para tomarse el tiempo y el cuidado necesario y modificarlo, en verdad, para el bien de todos. Es evidente que existen personas que no deberían existir y les deseo la muerte, ya que ellos mismo desprecian la vida de sus semejantes. No entraré en una querella ética al respecto, pues de inmediato aparece alguien dispuesto a sepultarnos en consignas religiosas. Si existiera una justicia pragmática, eficaz y certera, por supuesto que mandaría al otro mundo a un montón de basura humana criminal. No me conmueve el dilema filosófico, descrito por Albert Camus, que tal hecho implica. Lo he reflexionado tantas veces y desde casi todas las perspectivas y me convenzo más de que sería sensato que quienes matan a inocentes desaparecieran y murieran también: ellos y quienes les ordenan asesinar.
Es bueno conocer el mundo, lanzarse a vagar, merodear por alguna parte del planeta —les sugiero leer Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela—. Yo fui un pata de perro, sin embargo ahora es más difícil hacerlo porque tengo un humor amargo y no soporto los aeropuertos. Hoy es más difícil viajar a otros países en vista de que tienes que probar tu inocencia en aeropuertos y aduanas, la cual es puesta en entredicho en casi todas las fronteras. Hago este comentario porque yo peregrinaba sin dinero, casi no comía, dormía en los parques o bancas de alguna plaza tranquila a la espera de que un pordiosero belicoso o la “autoridad” me pusiera de nuevo en movimiento; buscaba cualquier clase de refugio y tarde o temprano era auxiliado durante unos días por un o una mecenas; todo esto sucedió a mis veintitantos. Así anduve desde Turquía hasta los rincones más misteriosos de Portugal o los barrios bravos de Bogotá. Veinte años después viajé debido a las invitaciones que me hacían por ser escritor y publicar libros en otros países, de manera que casi no tenía que gastar dinero (la mayoría de mis escasos recursos se me iban en beber licores; hecho que me continúa pareciendo hedonista y redentor). El impulso irremediable que injerta en el ánimo la curiosidad hacía presa de mí. No sé si en México existe alguna clase de censo que nos indique cuántas personas no conocen el mar. Mas ahora que en las noticias se ha puesto en boga cubrir los viajes de políticos; acentúo que viajar es aleccionador y necesario; pero no obstante los servidores públicos de un país cuyo desequilibrio económico es abismal tendrían que aspirar al ascetismo, a la filantropía en su trabajo y a ofrecernos un ejemplo de humildad pública en tanto no solucionan los asuntos de la miseria. Carajo.