No comprendo como nadie interpeló o desafió al presidente que habló tanto tiempo en la ONU, como si se dirigiera a sus súbditos. Al menos yo no me conformo ni tampoco creo que ese monigote norteño sea signo de estos tiempos o represente de una loable forma de hacer política; al menos no para una comunidad o fracción del mundo internacional más sensible e históricamente informada, menos dispuesta a creer a ciegas. Como no puedo oponerme al sujeto que vociferó en la ONU, yo prefiero jugar.
Considero que el ludismo puede ser pensado como la amistad que uno cultiva con el tiempo fugitivo; conciencia de la tragedia provocada por una sociedad global abstraída en la utilidad o en la producción de bienes que deterioran el tiempo estético; es decir aquel tiempo que podría ser consumido en la reflexión, lectura, entretenimiento inteligente y humano o en el goce que ofrecen los bienes de la civilización y el arte. Del mismo modo es importante el despilfarro del tiempo, la contemplación, la generosidad abierta o el derrame en apariencia absurdo de nuestra energía; la desconfianza ante los dogmas de una razón que torna homogénea a la especie humana y a la militarización de las actividades cotidianas; todas estas acciones se adaptan a una periferia estética y una belleza lúdica que nos comprende como individuos de un universo caótico y perceptible. A cada momento uno se derrocha (ese derroche del que nos hablaba Bataille), cambia, las células envejecen, nuestras ideas se trastornan. En cambio, el tiempo consumido en la producción cuyo fin es crear riqueza excesiva e invertida en combatir al tiempo en su propio transcurrir y crear una torpe o cándida metáfora de la eternidad deforma la vida placentera o confortable. Las sociedades globales tienden a convertirnos en máquinas que producen exclusivamente para consumir y enriquecer a unos cuantos. Por esta razón es en el derroche liberador donde el participante o actor de un arte marginal o alternativo encuentra un espacio de producción lúdica a la que no se le imponen ritmos dogmáticos. Se trata de jugar.
Al mantenernos alejados de un centro cuya gravedad nos transforma en satélites, es el impulso propio, la casualidad o la relación simpática la que nos une. Me apoyo en cierta manera en ese filósofo tan olvidado, J. G. Fichte, para expresar que la vivencia pone en acción al yo personal frente al mundo: lo transforma en arte, sentimiento e incluso en creación de aquello que nombramos lo exterior. Si aludo a Fichte, un idealista del siglo XVIII de compleja lectura que de alguna manera continuó a Kant, es sólo para afirmar —como lo hace Rüdiger Safranski en su libro sobre el romanticismo— que uno se descubre a sí mismo cuando comprende que no puede ocultarse totalmente en la objetividad. La objetividad es un horizonte que a veces se hace realidad verificable o científica, pero en los terrenos de la ética y el arte las cosas parecen ser de otra manera: la objetividad es sólo una porción del horizonte al cual tienden nuestros sentidos. El objeto no existe por sí mismo, sino que es el artista el que lo moldea o inventa; no lo verifica o mide como una cosa de dimensiones previstas o una teoría de premisas inmutables. Las premisas cambian y si se vuelven autoritarias entonces se destruyen o son mudadas de espacio o circunstancia.
Después de ser testigo de cómo un mastodonte carente de ideas fundamentadas pisotea a la ONU —como escribí líneas atrás—, yo prefiero jugar.