Mis maestros de la escuela primaria se quejaban con mi madre acerca de mi conducta. Si mi memoria no me falla tuve cinco profesores en ese lapso del amansamiento escolar. No sé por qué molestaban a mi madre ya que no recuerdo haber sido una lacra o un pequeño delincuente. La acusación más recurrente consistía en que era yo un “respondón”. Otro reproche tenía que ver con mi distracción en clase. ¿Y quién no iba a distraerse si la mitad del salón estaba poblado de niñas? Ellas formaban el universo de mis propias y personales matemáticas. En lo referente a “respondón” lo acepto a regañadientes porque ya desde entonces y sin ser una lumbrera me aburría que me enseñaran lo que ya sabía. Entonces me dedicaba a hacer preguntas incómodas.
Saber hacer preguntas es una virtud en sí misma. Yo, en aquella época, sólo deseaba hacerme notar para que las niñas me voltearan a ver, pero las buenas preguntas prefiguran ya el horizonte hacia el que desean orientarse. Así que meditar, darle varias vueltas al asunto, ensayar en la mente posibles respuestas antes de cuestionar, sería una forma aceptable de que la conversación o la polémica de cualquier índole no se convierta en un duelo pétreo de necedades.
Otro rasgo de las buenas preguntas es la sencillez con que estas son expresadas a pesar de que hayan sido sopesadas exhaustivamente. En mis tiempos de gárrulo escolar no profundizaba gran cosa, pero la sencillez de mis intervenciones la proveía mi edad. Sólo señalaba lo que me parecía obvio o evidente. Ahora bien, hay otra clase de preguntas que no requieren ser reflexionadas porque nacen de la vivencia cotidiana, de la experiencia o del sufrimiento. Y no obstante ambas clases de cuestionamientos —el culto y el inocente— pueden llegar a coincidir porque se imponen, están a la vista y quien no los ve es porque está fingiendo o no es muy avispado. “¿Por qué el sistema de salud pública te hace sufrir en vez de curarte?”
Un país como México no encuentra lugar en ninguna imaginación ya que nadie podría conocerlo a profundidad: se requerirían varias vidas para transitar sus regiones, sus calles, sus prejuicios o su gastronomía. El país es una invención sostenida en mitos, historias, costumbres, tradiciones o fronteras territo riales, pero no es una cosa que podamos medir o pesar como un kilo de jitomates. Lo real en un sentido más simple o evidente es que las personas saben qué les duele, las afrenta o humilla, y no requieren ser expertas o conocer el origen de sus males o penares para preguntar sobre cuáles son sus posibles remedios. Así que cuando alguien se refiere al país, en cierta forma se encuentra hablando de una ilusión o de una especie de invención que se fabrica para no sucumbir en un tumulto conformado por tantos millones de habitantes. Una comunidad de tal extensión como la mexicana es imposible de gobernar. Lo que un monstruo de esta naturaleza requiere para no auto devorarse es de una eficaz administración pública y de una ética fuerte que responda a preguntas elementales que bien puede realizar un sabio o un niño. “¿Por qué se cometen en México tantos asesinatos en uno de los momentos de mayor progreso tecnológico en el mundo?” Es gracioso que en los tiempos de la primaria escolar mis profesores me acusaran de respondón, cuando más bien les incomodaba que fuera yo un preguntón. Hay que serlo y así exhibir a cualquiera que presuma conocer todas las respuestas. Preguntas sencillas y honestas, quiero decir, no estímulos para la guerra perpetua, la depredación y el espectáculo. De estos últimos está colmada la viña del señor.