Tendría yo menos de 30 años y solía correr en Viveros de Coyoacán. Cuando terminaba mi rutina volvía caminando a mi departamento a espaldas de la estación del metro Ermita en una calle que se llamaba Miramar o Miravalle, no recuerdo. La casa nos la rentaba, a mi pareja y a mí, una familia extraña y digna de un relato maníaco o perturbador. Mi pareja, la mujer delgada de ojos brillantes con quien dormía en ese entonces, pagaba el departamento, trabajaba como azafata y se ausentaba tres o cuatro días a la semana a causa de su trabajo. Catalina se había marchado a Denver y volvería en dos días, mientras tanto yo había recibido la visita de Germán, un amigo de la infancia al que yo todavía no decepcionaba; estuvimos bebiendo de la champaña que Catalina tomaba prestada de sus aviones y unas pastillas que me regalaba mi madre quien no tenía idea de la potencia de sus ansiolíticos.
Había llegado Germán en su automóvil sedán a mi casa. “El amor y la vida hoy son sindicalistas”, expresó mi camarada Germán informándome que estas palabras las había escrito Manuel Maples Arce, el poeta estridentista; “qué tonterías, los ejotes y la amistad son comunistas” añadí, burlándome; Germán no se inmutaba ni elevaba las cejas como cuando algo lo sorprendía y cuando el champaña se nos acabó bebimos cervezas y aguardiente y seguimos alimentando la arbitraria conversación hasta que a las once de la noche Germán se levantó como si del sillón emergiera un índice metálico y le picara el trasero. Se despidió. Germán y yo teníamos una clave o guiño o contraseña a la hora de despedirnos y cuando uno de los dos se marchaba decía: “está comprobado científicamente”, la cual nos parecía una frase lo suficientemente absurda para que nos sirviera de despedida, así que él dijo “está comprobado científicamente” y yo repetí las mismas palabras y lo acompañé a la calle donde había dejado estacionada su máquina. “No vivas aquí en esta pocilga si quieres puedes venir a mi casa y tráete a tu sobrecargo también, proponía Germán, la nariz aguileña y sus labios morados”. “Está comprobado científicamente”, añadí sonriendo, lo vi entrar al automóvil, pero la cagarruta de tornillos aquella no encendió: el tanque vacío, carajo. “Hay una gasolinera a una cuadra sobre Calzada de Tlalpan a 50 metros”. Fui yo quien empujó y empujó la máquina con mis brazos y un momento antes de arribar a la gasolinera cambié de posición con tal de transitar los últimos metros utilizando también la espalda y ¡lo vi! ¡Lo vi! Un carro que avanzaba a cerca de 90 km por hora se estrelló contra la defensa y cajuela de la máquina de Germán y se prensó al vehículo hasta que ambos coches destartalados se detuvieron veinte metros adelante después de aferrarse a las leyes de la física.
¡Lo vi! ¡Lo vi! Vi al automóvil enloquecido dispuesto a cortarme las piernas o la cintura. ¿Por qué giré el cuerpo antes del impacto? Un dios me decía “está científicamente comprobado” y me quería llevar a la patria de los muertos, pero gracias a mis reflejos salté a la acera un segundo, medio segundo, un cuarto de segundos antes del choque estruendoso. A Germán no le sucedió nada grave.
El conductor del bólido aquel y sus acompañantes se hallaban ebrios; todos en la ciudad estaban drogados, ebrios, y Germán discutió con ellos, llamó por teléfono a no sé quien y yo lo dejé imbuido en los trámites del accidente. Después, ya solo en cama me repetía: “estás muerto y mañana al caminar bajo el sol no tendrás sombra”, cavilaba hasta que amaneció y yo salí a la calle y la sombra me seguía, pero me resultaba extraña, probablemente espuria, como si fuera de otro, ¿qué divinidad la había sobornado con el fin de consolarme? Fui a una mercería y compré un listón negro, volví al departamento hice un moño y lo colgué en la puerta en señal de respeto hacia mi propia muerte, y allí lo dejé, muy bien entrelazado; los vecinos se preguntaban quién había muerto: “murió mi madre —expresé adolorido—; permítanme llorar su ausencia”. Los días se esfumaron raudos hasta que escuché un estruendo en la puerta de entrada; ¡Catalina! Había olvidado a Catalina quien al descubrir el moño funerario imaginó mi muerte, sufrió un conato de desmayo dejando caer su maleta y se desplomó en los escalones que antecedían a la entrada. Salí a recibirla, cargué sus bolsas y exclamé: “bienvenida, sólo no toques el listón negro, ¿trajiste champaña? ¿Y vino? ¿Y dólares?” Necesitaba celebrar mi muerte. Me abrazó como si me amara y luego me abofeteó y luego volvió a engarzarme en sus brazos y lloraba. El listón negro permaneció allí en la puerta varios meses más hasta que se volvió gris y nos marchamos del departamento en Miramar, ¿o Miravalle? Desde aquel entonces vivo horas extras. ¿Qué me puede importar hoy cualquier cosa?