“No le reto a duelo porque es capaz de tomarlo en serio”, expresa un personaje de Juan Carlos Onetti, en su novela Tierra de Nadie. Escribir, exagerar o lanzar juicios a diestra y siniestra es temerario. ¿Qué tal si alguien se toma en serio las bravatas que arrojamos al aire? Es difícil afrontar nuestras opiniones ante la inocente reacción de los demás. Si un acierto político tuvo Trajano, el emperador romano (53-117 d. C.) fue el de poner límites a las ambiciones propias de su cargo y de sus antecesores. Decidió no expandir ya su imperio. Los filósofos, científicos, escritores, etc.... tendrían —por el bien de todos— que desdeñar la ampliación de su conocimiento cuyas miras desean saberlo todo. Aquel que tiene razón y exhibe su sabiduría y diagnóstico grandilocuente debería tomar respiro y callarse antes de lanzar a sus fanáticos al abismo.

El jueves pasado tuve una iluminación, no como la de Coleridge o Swedenborg, sino otra bastante humilde, personal y mundana: la soledad es más apabullante si la vives rodeado de otras personas. Resulta que caminé dieciocho kilómetros, o una distancia cercana a este número, desde Naucalpan hasta la colonia Escandón (no explicaré el motivo de este desvarío). Me detuve un par de veces —llovía y el cielo se desangraba— para enviar unos X o tuits bajo un alero, mientras se desvanecía el chubasco. Me sorprendió que al preguntarle a cinco personas, en diversos tramos de mi caminata, en qué calle me encontraba o donde se ubicaba el sur sólo una de ellas me respondió. El resto no sabía dónde estaba parada y balbuceaba: “La verdad, señor, no sé muy bien, ¿por qué no pregunta en un Oxxo?” Fue entonces que me sentí vivir en un mundo extraviado y deshabitado. Busqué el sol para orientarme, mas las nubes se lo habían tragado; la ciudad se trocaba en una gris alucinación, desdeñosa, lúgubre y onírica, como la atmósfera que reina en la novela de Juan Carlos Onetti. “¿Dónde chingados vine a nacer?”, me pregunté cuando mi pierna derecha comenzó a quejarse (“Sin Yolanda, Maricarmen”) y todavía me restaban ocho kilómetros por avanzar y calar mis huesos. Yo nunca leo los mensajes, notificaciones, mentadas o ladridos que me escriben en las redes; creo que puedo vivir sin eso, pero me reprendía por enviar mensajes idiotas, sin narrar la circunstancia y explicarme un poco más allá de la experiencia ordinaria y vivida en aquel momento. Ahora bien, ¿explicarme ante quién? No poseo tarjetas de transporte público —siempre camino— y carezco de aplicaciones como Uber y otras parecidas. No llevaba un peso en los bolsillos y la ciudad que flanqueaba mis costados me resultaba extraña. Mi celular feneció a causa de lanzar un par de mensajes estúpidos y responder a quien me escribía en WhatsApp. ¿Por qué debe uno responder, ser cortés y regresar la misiva electrónica a las mal nacidas y peor nacidos que me envían un mensaje? Pues porque soy un bruto. Las buenas personas, como yo, somos brutos porque nadie comprende nuestra diplomacia y voluntad generosa. Es evidente que no le pedí ayuda a nadie (“Sin Yolanda, Maricarmen”), porque en ese momento me importaba muy poco lo que respiraba o se erigía delante de mí, en el horizonte, o camino a mi casa.

La única vez que descendí medio metro de la acera un ciclista que volaba en sentido contrario a la circulación señalada me gritó: “Güey no estás en el parque.” Yo toqué la navaja que llevo siempre en el bolsillo y musité en la mente: “¿Qué carajos me pasa? Es tu ciudad; tú decidiste ser una rata urbana, un ciudadano, seguir a una sombra que corre delante de mí harta y apresurada; y me llama: ‘Ven, papacito.’” Ahora te chingas, me reproché. Cuando finalmente vi un edificio conocido, el antiguo y triangular Banobras, donde hace veinte años colgaron una “Santa Muerte” en medio de sus entrañas, me sentí aliviado, pese a que mi caminar tartamudeaba. No podía mantener la línea recta y hacía días que no me tomaba un trago. Fue cuando mi oído mañoso escuchó la voz de un padre aconsejarle a su hijo de siete u ocho años refiriéndose a mí: “Mira, nunca te drogues, ve a ese señor, no puede ni caminar”. ¡Solidaridad! ¡Solidaridad entre los hombres y mujeres de la tierra! Estuve tentado a alcanzar a ese pequeño ser que había procreado seres todavía más pequeños y comentarle: “Señor papá, me duele la pierna derecha; por eso camino titubeante”, pero detuve mi impulso: “¡Sin Yolanda, Maricarmen!” No seguiré; somos demasiados, no es posible ser humano entre esta multitud, sociedad, país, continente, etc.... fue entonces cuando una voz interior me iluminó y exclamó: “Sólo existes tú; los demás sólo merodean aquí para estorbarte.”

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