“Los escritores siempre andan en manada”, me comentaba un amigo apreciado. Quería decir que forman grupos para acrecentar su poder, intercambiar elogios o crítica y darse reconocimiento públicamente. Forman pequeñas familias y, como en las clases sociales, algunos grupos son más poderosos que otros, o poseen mayor influencia en el mercado editorial, o se apoderan de espacios de exhibición para presentar sus obras. Incluso las clases sociales, más que la edad, resultan importantes ya que existen leyes no escritas —lo comenté en un artículo anterior— en las que una posición económica o educación más o menos similar es necesaria para ingresar a la glamurosa o esperpéntica tribu. Todo ello me parece comprensible aun a expensas y en detrimento de los escritores anacoretas o de quienes no forman parte de una congregación. Lo que me causa cierta curiosidad y rubor es el mecanismo utilizado por los “colegas” o integrantes de un grupo para impulsarse o aparecer: utilizar los premios literarios, presionar a través de algún agente o editor habilidoso, actuar como soldados de una estrategia por demás predecible. El ingreso, un ejemplo, a instituciones, colegios o academias importantes de cultura y arte, de escritores cuyo mérito es escaso rebaja la excepción cultural o artística a un horizonte de mala política, cuando se esperaría lo contrario. Se trata de una mecánica de pueblo, cortesanía y poder, no de una estrategia de fortalecimiento intelectual. Los premios literarios son una fortuna para quien los recibe y un bien común si las obras poseen cierto valor; no hay más. Si el jurado cambia, también el premio muda de manos ya que es difícil que una obra o un escritor unifique los gustos de escritores o escritoras distintos. Es por ello que yo me resisto, la mayoría de las veces, a ser juez de certámenes literarios, no me es sencillo erigirme en ese dios pasajero que lanza bendiciones a los ungidos. Los premios que yo mismo he recibido me han ayudado a pagar la renta y mis vicios y eso me es indispensable, pero la mayoría han sido inesperados y la fortuna ha estado conmigo. De un premio agradezco el dinero; acerca de los múltiples diplomas que me han otorgado por alguna participación o elogio puedo jurar que no guardo ninguno (así como regalo todos los ejemplares de mis propios libros). Habría sido un pacato si pensara que mi obra es la más valiosa en una justa literaria. Cuando no resulta ser uno el suertudo continúa su camino en la literatura, no en la página de sociales: se privilegia el oficio y el impulso vital más que la necesidad de reconocimiento. Diez mil marcos salvaron de algunas deudas a Thomas Bernhard luego de que le otorgaran un premio en Bremen, tal como lo relata él mismo, para luego añadir que Bremen le parecía una ciudad inaceptablemente estéril y pequeño burguesa. De pasada les cuento que yo di hace quince años una charla en Bremen y la ciudad me pareció ornamentalmente bella e inspiradora, pero yo no soy teutón y sí un escritor barriobajero: los castillos me impresionan quizás debido a mi
espíritu lacayo. A Octavio Paz le confortaba saber que sus premios los otorgaban otros escritores, no una institución que es sólo una abstracción histórica o burocrática. No obstante una buena parte de los certámenes ya están decididos de antemano, y más en una época como la nuestra en que la escasa crítica preparada que existe sumada al desinterés público provoca que el oportunismo, el negocio flagrante y la impostura hagan de las suyas.
Quiero hacer énfasis en un aspecto literario que me es interesante: el auto retrato o auto biografía, o sólo el hecho de escribir en primera persona no es un valor en sí mismo. No es una auto fotografía, como de manera ocurrente expresara un conocido escritor. Se escribe en primera persona para ocultarse, no para exhibirse y porque los otros, los lectores, se miran a sí mismos a través de la lectura. Escribir de “uno mismo” también es una forma de auto conocimiento, no una terapia, y su valor consiste en el dibujo literario, en el talento artístico de quien nos cuenta sus peripecias; es introspección y una de las tantas maneras que el arte utiliza para expresarse. Ejemplos hay cientos (uno de ellos que ahora releo es el libro del escritor cubano Edmundo Desnoes, Memorias del subdesarrollo; publicado en 1965), mas de eso ya escribiré en otro momento.