Estoy seguro de que quien lea mi columna estará harto o cansada de que me refiera a Schopenhauer tan a menudo. Ese filósofo del siglo diecinueve que ni siquiera sabía bailar y cuya madre, novelista, era mucho más famosa que su arrogante vástago. “Nunca harás amistades si mantienes esa actitud tan pedante; crees saber más que todos”, lo recriminaba ella.

Michel Houellebecq, el filósofo y escritor francés, ha llevado de nuevo a la Europa ávida de novedades al filósofo nacido en Danzig (no sabía bailar, insisto, lo cual es terrible para el conocimiento). Es evidente que el francés no leyó a fondo al alemán o ni siquiera reflexionó en su pensamiento, pero ¿quién va a reclamarle? Nadie; pues a pocos les importa el tema y a los latinoamericanos nos está vedado el pensar. Sólo quiero llamar la atención acerca de una idea de Schopenhauer que cualquiera de nosotros, ustedes, ellos, ellas (me lleva el carajo con la corrección genérica) podrían estar interesados. Se trata de domesticar o adiestrar al pesimismo. Resulta que ahora somos pesimistas, no en contraposición al optimista —que es tonto o hipócrita—, sino que lo hemos amansado de tal manera que además lo hemos convertido en un humor superficial. Somos pesimistas porque nos conviene y tal actitud nos protege del fracaso o de las vicisitudes o escollos inesperados. Pues resulta que a estos falsos pesimistas no les creo en absoluto. El pesimista no anda vociferando por allí que lo es, y sufriría en verdad si alguien se entera de su inclinación al absoluto desdén por la vida. Haría el ridículo, ya que, incluso, lo aplaudirían. Un pesimista legítimo sonreiría, aplaudiría y expresaría que su mundo va a progresar o a ser mejor. Y ello pese a que tiene la absoluta certeza de que nada parecido sucederá. Schopenhauer comprendió muy bien que al vivir en un mundo terrible e injusto no podemos esperar a que nadie nos revele o sea causante de un paraíso incomparable y hedonista. Ante la desgracia, la muerte y el poder de los atorrantes, sólo tenemos una opción: resignarnos. Mas de pronto, han aparecido un conjunto de pesimistas adiestrados, domados, amansados, que solamente están construyendo la cabaña de la felicidad imperfecta. Y nos conducen a su falsa infelicidad, ya que en realidad desean progresar, pero no son capaces de aceptar que algo así nunca sucederá.

Requiero de las disculpas de mis lectores respecto a lo que voy a escribir: un pesimista real nunca podrá ser descubierto, puesto que su intimidad no ha sido puesta en juego. Él está a un lado de ustedes, alegre, dispuesto, trabajador, procreador inclusive. Hay que alargar la broma teniendo hijos, descendencia, creyendo en el poder de la especie. Mas eso sólo tiene sentido siendo verdaderos pesimistas, hipócritas, cínicos lúdicos. Un pesimista hace lo que tiene que hacer: vivir y recorrer el camino. Avanzar a ciegas, sin importar si existe el futuro o el progreso. Schopenhauer sabía muy bien que el impulso por vivir es un estímulo ciego. Sólo los ciegos ven, porque todo lo imaginan. Nos han robado el pesimismo y lo han adiestrado, y lo han transformado en una experiencia común y asimilada: en un ¡futuro!

Con todas estas palabras sólo quiero decir que los pesimistas reales no se exhiben, ni hacen alarde de su humor fatalista, sin embargo es fundamental y necesaria la existencia del pesimista falso, que es como un hippie, un profeta de los nuevos tiempos, un farsante, un nihilista de pacotilla. Habemos varios que pensamos que algo está podrido en Dinamarca, mas no lo podemos comprobar. Sólo observamos… sólo observamos, y seguimos.

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