Uno de los recursos para sobrevivir a la injusticia, a la presencia del crimen y a su constante merodeo en nuestras vidas, a la desazón que causa la sospecha de que la desdicha y precariedad política continuará, y de que la cultura de las mujeres y hombres contemporáneos tiende hacia los más bajos niveles de la historia; un recurso para paliar o sobrevivir a esta atmósfera es transformarlo todo en una novela, dejar de encarnar en seres humanos y tomar el papel de personajes de una historia, ser conscientes que nuestros actos son los trazos de una comedia o de una imaginación atribulada. Yo no podría vivir si no tuviera en mis manos esa posibilidad e incluso si mis palabras no fueran una especie de símbolos evanescentes y pasajeros, garabatos sobre la superficie de un muro invisible. Cuando Antonio Gamoneda se pregunta en El cuerpo de los símbolos si existe la novela, él mismo responde “Es posible... que todo pretenda ser novela”: que la novela sea todo lo que es otra cosa. Llevando al extremo su observación, es decir a la vida de las cosas que respiran, propongo que tomemos el papel de actores que viven el drama o la comedia civil de una manera ficticia, lo que sucede dentro de esta alucinación que llamamos realidad no es otra cosa que una ficción, y en resumidas cuentas una novela. Cualquier otra “solución” al derrumbe de la convivencia social me parece menor.
Ha bastado vivir más de medio siglo para percatarme de que la abusiva repetición de dislates políticos, la permanente salud del crimen y el deterioro de la cultura como reflexión, crítica e influencia del arte, continuarán como vientre y destino, es decir como una forma de vida. Es entonces cuando resulta conveniente pensar que todo es una novela. Yo podría vivir dentro de una coladera o más allá de todo reconocimiento, prestigio o privilegio, podría morir sonriendo. Lo que, sin embargo, se antoja aterrador es la migaja cotidiana, el día a día; los intentos de robo y de extorsión telefónica; el ruido callejero a mansalva, primitivo e inclemente; el embotellamiento burocrático en casi todos los niveles: los asuntos oficiales o bancarios no se tratan con personas que reconozcan tu singularidad, sino con voces amaestradas y máquinas que imponen sólo una ruta a los problemas complejos; la noticia sangrienta que incluye ejecuciones, ajuste entre bandas asesinas, tiroteos; el alza de precios en general y el deterioro económico que los especialistas disfrutan comentando técnicamente puesto que en general exilian el hecho económico de su circunstancia ética y de su esencia de valor humano; la tiranía del automóvil y las saetas motorizadas que tornan el espacio público en aglomeración física y sicológica; la notoria atmósfera de desconfianza hacia los otros en los más diversos ámbitos de convivencia: la conversación política transformada en enfrentamiento extremista y pueril; la educación pública deteriorada no sólo a causa de la poca atención que se le otorga, sino porque el placer y necesidad de la novedad tecnológica convierten la comunicación en verborrea obscena. Es de esperar que a quien haya leído mis columnas anteriores le exasperen mis reiteraciones, pero en este caso intento dar un testimonio, más que un ensayo o análisis, y también razonar por qué es muy conveniente mudarse a la novela o, más bien transformar el entorno en una novela. En El pan a secas, el escritor marroquí Mohamed Chukri escribe: “La enfermedad ahonda la soledad y hace que la capacidad de querernos a nosotros mismos sea más fuerte”. Tanto el asturiano Gamoneda como Chukri surgieron de estratos sociales adversos y se enfrentaron al dilema de vivir durante su juventud en escenarios violentos y miserables, principalmente Chukri, es decir como tantos otros escritores transformaron la infelicidad civil en afirmación literaria. El filósofo y economista hindú, Amartya Sen, reprocha en La idea de la justicia que los economistas no toman en cuenta la pluralidad de razones y la diversidad de los valores humanos: que intenten regir sus juicios por una sola fuente de importancia: “El hecho de que una persona pueda razonar su rechazo a la esclavitud o al sometimiento de las mujeres no indica que pueda decidir con certeza si una tasa del impuesto sobre la renta es más conveniente que otra”. Por ello la economía, es una de las manifestaciones de la ética, del valor que le damos al placer y al sufrimiento, de la importancia que tienen los otros en la vida de cada uno. Es más sencillo hacer del todo una novela, aun cuando sea una mala obra; hasta en esos terrenos reina el azar y la suerte.