Los escritores no tienen groupies, por más que a lo largo de mis años me hayan acusado de rodearme de algunas de ellas. Han sido mis amigas, en realidad, y además las conservo. Los escritores tienen esposas, amantes, ligues, aventuras, colegas, pero no groupies. Tal es un privilegio de los artistas de Rock o de algunos cuantos músicos y artistas famosos. No debo añadir que ellos las necesitan: son adictos a las fanáticas vaporosas. Ellas, en cambio, las verdaderas o genuinas, ostentan un poder considerable; su aparente papel secundario, su insistencia decorativa, su disposición a la fiesta les otorga un poder absoluto: desaparecen mientras están presentes, ocupan un lugar necesario, consumen las drogas convenientes a su peso y temperamento, no dan problemas ni inventan dilemas absurdos como lo hacen algunas amigas o parejas de planta.
Si repentinamente las groupies se marcharan estos artistas quedarían tan solos y perturbados que incluso sus carreras irían en declive o se marchitarían. Las groupies tienen una característica que ustedes, si tienen oportunidad, deben haber notado ya: te permiten que te aproximes a sus héroes, pero no demasiado, reclaman una sutil atención mas no son groseras ni intimidantes; si algún payaso se les acerca con tal de conquistarlas, o seducirlas, les basta una mirada para quitárselos de encima. Como ellas saben muy bien que al final terminarán viviendo con un cualquiera no desperdiciarán, por lo pronto, su belleza en alguno de estos.
Suelen ser también las mensajeras del héroe: “Oye, Guillermo, dice fulanito que si vienes a la fiesta con nosotros”. “Me dice que no te vayas a ir, que ya te conoce”. “Aquí te envían esto”. Ellas representan correos espléndidos, ayudan, no sirven a sus amos, como podría imaginar cualquier mente desnutrida, testaruda o amargada; ellas ayudan a vivir a las estrellas de rock; sobre todo, en el medio que yo he conocido durante treinta años. El tiempo ha moldeado su carácter; no dan codazos, no reclaman su lugar, están allí como ángeles, deidades, apariciones religiosas y prácticas. Las más avezadas desaparecen sin avisar, sólo se marchan, no están implorando ser reconocidas, ni siquiera desean que les invites unos tragos, ingieren unas pastas y deambulan ligeras llevando en los brazos su botella de agua.
Es comprensible que me acusen de estar idealizándolas o de construir una imagen frívola y lejana a la realidad. No, de ningún modo; tantos años mirándolas, charlando con ellas —por alguna razón se dignan a hablarme e incluso me escuchan—, me ofrece cierta autoridad al respecto. En cambio, un groupie no tiene lugar en el mundo, no existe, no sabe; a lo más que puede llegar es a ser conocedor, a admirar para acentuar su humanidad —Thomas Carlyle—, a ser fanático y a matar inclusive, y nada más.
Una groupie está más allá de esas ridiculeces violentas y ordinarias. Los ángeles sólo elevan el vuelo y siempre encuentran donde posarse: hay que tener la vena, la poderosa fragilidad, la destreza de la ambigüedad, la capacidad para cumplir su papel extraordinario. Hace muchos años, el escritor Sergio González Rodríguez llamaba a las amigas jóvenes que me acompañaban: “tu secundaria nocturna”. Mas como expresé antes, ellas eran mis amigas queridas, nada más. Sé reconocer a una groupie a distancias siderales, su brújula orientada a la celebridad es perfecta; en esencia, la estrella de rock les despierta una incontrolable curiosidad, una lástima metafísica, un sentimiento maternal indomable; sin embargo, les atrae la mirada ajena, modelan; su sonrisa es tan bella como su piel y su vestido. Quizás allí es donde más atención consumen: en su vestimenta, su ropa, no importa la calidad, más bien su gusto el cual debe informarles a todos que se hallan ante una groupie, una diosa inalcanzable, lejana hasta para los mismos rockstar (las mujeres bisexuales son espléndidas groupies, por cierto).
Antes, dos o tres décadas atrás, algunas aprendices a groupies me incomodaron porque deseaban llamar vulgarmente la atención y ser a toda costa reconocidas. Los años se han sucedido y ellas se han sofisticado: no tienen mi admiración, sino mi adoración y anhelo.