En la promesa del alba, la novela de Roman Gary, el escritor francés recordaba la tendencia de su madre a insultar y sobre todo a sentirse insultada por los demás, aunque se tratara de una percepción imaginaria. Recordé a mi propia madre que se hallaba en pie de guerra contra los vecinos de la calle en que vivíamos y me pregunté: “¿Qué caso tiene vivir si no se tiene una madre, si se ha marchado?” Tal vez a causa de tal razón la vejez sea un ocaso o una desgracia, si nuestra madre ha muerto no nos queda más que habitar nuestro pobre y pequeño reino del yo, que no es otra cosa que un faro que intenta alumbrar la soledad en busca de un estímulo. Mas ese faro se transforma en la lámpara de Diógenes que no le sirve siquiera para encontrar un ser humano respetable entre sus contemporáneos. Poco podemos añadir nosotros, quienes consumimos el tiempo realizando trabajos uniformados, vivimos en ciudades hueras de ríos o parques, o entre personas que se limitan a asumir como verdad la información que reciben desde las redes o plataformas de comunicación. ¿Qué debería interesarme a mí, desde mi pobre y pequeño reino, quién será presidente o gobernador cuando la imposición o dedazo de “candidatos” es una costumbre anacrónica, inútil y, sobre todo, ofensiva? Nada cambiará, sin embargo, los votantes realizarán, una vez más, su triste andar hacia unas urnas vacías —aun cuando estén repletas de votos—, así como peregrinan los fieles musulmanes hacia sus ciudades santas en tanto en el medio oriente la guerra y la pobreza encarnan su destino y horizonte.

Escribía André Glucksmann que las crisis sólo se tornan reales cuando se piensan y se convierten en filosofía, más que cuando se viven y se sienten. Yo añadiría que más bien se tornan insoportables, yo prefiero vivir una catástrofe que pensarla, puesto que al convertirla en idea el dolor es insoportable. Lo compruebo ahora que leyendo a Gary recuerdo que mi madre se marchó hace muchos años y parece que hasta hoy comienzo a percatarme de su ausencia. En todo esto pensaba cuando decidí dar un paseo en esta ciudad carente de ríos, fuentes y parques; recorrí calles sucias y adulteradas a causa de la presencia de restaurantes extendidos hasta la acera por medio de unos gallineros estorbosos y sin ninguna gracia, observé más perros libres y torpes deambular olisqueando la acera presas del cordón umbilical invisible que sus amos habían atado a su cuello. De pronto, sentí un golpe aguerrido en el hombro, como si hubiera sido producido por un bloque de acero, o un refrigerador en movimiento. Un corredor de acera, impulsado por la inercia de sus pasos había estado a punto de derribarme ya que, hundido en mi distracción, debí haberme atravesado en su andar rumbo hacia la salud y la fortaleza física. Supe que había sido así ya que ni siquiera una disculpa me había sido ofrecida por parte del mastodonte aquel. ¿O tendría que ser yo quién ofreciera las disculpas? Caso difícil. Sólo atiné a gritar:

—¡Imbécil; fanfarrón! ¡Pedazo de carne...!

El jovenzuelo aquel, robusto y quien en verdad parecía estar construido de hierro, músculos prominentes y cara insípida, plastificada y optimista, se detuvo y volvió sus pasos hacia mí. Carajo; ¿para qué buscarme problemas gratuitos provocando al armatoste invencible? Él no debía rebasar 30 años. Confié en que no me golpearía a causa de mis considerables años, pero mi apariencia —esta sí poco respetable— podría estimular sus instintos violentos. ¿Quién puede asegurar lo que le sucederá en la calle de esta ciudad?

—El imbécil eres tú —me dijo…; te cruzas a lo pendejo; ¿no ves que hay un espacio para corredores? —era verdad, nos hallábamos en la periferia de un minúsculo parque en la colonia Escandón. Era tan pequeño, que ni siquiera noté su existencia.

—Si fueras en verdad ágil me habrías esquivado en vez de golpearme —argüí, más divertido que enojado. Formaba yo parte de una pantomima instantánea; y sus insultos resultaban una apreciable bienvenida a mi ciudad, al barrio—. Sin embargo, no te preocupes, no guardo esperanzas respecto a la juventud. Los padres de tu generación se irán al infierno por haberlos parido; ¿qué culpa puede tener algo como tú de haber nacido? —añadí, y fui muy claro al pronunciar y acentuar la palabra algo.

—No tienes motivos para ofenderme; vengo concentrado en mi ejercicio. Y a veces no pongo atención en el excremento con que tropiezo. Además, para qué insultarte, a ti ya te insultó la edad.

El muchacho aquel comenzaba a caerme bien. Expresado su insulto, me dio la espalda e intentó reanudar su recorrido. Continué mis pasos, “¿qué caso tiene vivir si no se tiene una madre?”, volví a preguntarme.

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