¿Cuál es ese Oriente eterno que Federico Schlegel relacionaba con el ser romántico? Acaso la muerte, o el constante advenimiento de un presente que se deshace en las manos para transformarse en lo mismo, o para convertir el relato de nuestra vida en pasado, o en un futuro que desaparece en aras de la vivencia: un futuro que para existir debe ser vivido sólo en el presente. Si Thomas Hobbes sostenía que la desconfianza hace al ser humano desgraciado, yo le creo y reitero que carezco de la confianza necesaria para vivir en tranquilidad.

Debido a que no sé medir el tiempo a partir del reloj, ni tampoco en sexenios o en “logros”, me veo caminando en arenas movedizas, listo para ser tragado por la tierra, la maldad humana, la tontería, la amistad titubeante o la enfermedad que acecha. Respecto a esto último, la enfermedad, siendo lo más honesto y abstracto posible es como una sombra, de tal manera que cualquier otra clase de mal físico me sería completamente comprensible y no me impresionaría. Si la enfermedad es letal, humana o depredadora es porque sobre todo representa una sombra que camina a nuestro lado, sin descuidarse, alerta. ¿Cómo podría sentir confianza en un político que promete paraísos, un personaje mediático, o en cualquiera con quien no haya conversado abiertamente de los más diversos asuntos? De ninguna manera. Y aunque lo hubiera hecho, de igual modo la desconfianza estaría siempre presente ya que su ausencia me devolvería a una tranquilidad bovina y el sosiego moldearía el vivir cotidiano en pos de una felicidad que, como sabemos, es una ilusión a cuentagotas. Por ello creo que ese oriente eterno y romántico es la constante desilusión, tal y como la escuchó en las tormentas que Chopin deja caer sobre el piano, o en los lamentos que emanan de los boleros que no dejan de escucharse incluso en el desaparecer las décadas.

La desconfianza lo hace a uno desgraciado, acaso melancólico, sí, pero sigue siendo la única manera de sobrevivir y una de las herencias más valiosas de la inteligencia y del pensar: poner en entredicho lo que parece verdad, creer a medias en lo que toma rostro de certeza incuestionable. En una novela, de W. Somerset Maugham, El estrecho Rincón, un personaje dice, mientras viaja por un archipiélago oriental, que cuando presencia un atardecer, ve “no el Oriente de los palacios, o de los conquistadores y sus hordas de guerreros, sino el Oriente del comienzo del mundo, cuando los humanos eran muy pocos, sencillos, humildes e ignorantes, y el mundo tan sólo esperaba —como un jardín vacío— a su ausente dueño”. Y es que el romántico aguarda su final como un comienzo. Es evidente que en las palabras del escritor inglés resuenan ecos de Rousseau y de su hombre natural, pero sobre todo resalta la necesidad de creer en un mundo que alguna vez fue mejor que el que vivimos.

La desconfianza que nos fortalece ante las constantes mentiras e hipocresías de quienes nos afectan, tendría que ser cultivada sin paranoias inútiles ni escándalos exhibicionistas, la suficiente para sobrevivir entre los lobos, los gobiernos que prometen paraísos, los militares que “cumplen órdenes”, los criminales y depredadores que se escapan del castigo, de los ricos que afirman ser pobres y de los pobres que, a toda costa desean volverse millonarios. Así que, tal como Hobbes pensaba que la desconfianza nos hace desgraciados, yo creo que se trata de una desgracia necesaria para intentar llevar a cabo el “buen vivir”, el estar en vida sin joder a los otros, ni confiar en las palabras de nadie: ¿cómo es posible siquiera dar una opinión acerca de un país en el que viven ciento treinta, o más millones, de habitantes? Ese es un problema irresoluble; aquí y en cualquier región del mundo: ¡vaya absurdo! Sé que el lenguaje ayuda a esta desgracia ya que inventa problemas inútiles, estimula la imaginación hasta el grado de hacernos creer que somos dioses o que hablamos con la razón mas el ser humano es lenguaje y por tanto interrogación. Finalmente, por supuesto, les ruego desconfíen de todo lo que leen en esta columna.

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