Hacer política sería por antonomasia la manera de fingir que somos amigos, o que podemos serlo de cualquier persona, por más extraña que nos parezca. Yo no podría ser amigo de Donald Trump, por ejemplo: imaginemos que este hombre es un anciano peligroso y debe uno tratarlo desde el papel de enfermera, pero con autoridad a la hora de darle sus medicamentos. Ahora que propone cambiar el nombre del Golfo de México, recuerdo que los mexicanos ya vivimos el “América para los americanos”, del presidente James Monroe, hace casi doscientos años; y veinticinco años después, en 1848, México perdió la mitad de su territorio en manos de los llamados “americanos”.
Sin embargo, la prudencia y buena hipocresía deben imponerse. La denominada política correcta es el performance de una buena intención: una barca cuya tripulación, por lo regular entusiasta o dogmática, define el rumbo de la barca que nos es común. No me es ajeno el hecho de que los malhechores se ven a sí mismos también como salvadores del género humano o de su pequeño pueblo: “La idiotez es una enfermedad que les hace daño sólo a los demás”, dijo Mussolini.
Esa corrección política contemporánea (que se encuentra dentro del ámbito de la política cultural) es una de las tantas formas con las que uno designa y se exige el buen comportamiento entre las personas. Creo que a nadie le es ajeno el hecho de que le hayan exigido un buen comportamiento en una o varias ocasiones, sea por sus modales, su ebriedad, su temperamento, su ignorancia o, de plano, su mala leche. La paradoja se presenta cuando portarse bien representa justo lo contrario o cuando se nos llama a ocupar un lugar en el redil, a respetar o cumplir ciertas reglas que son consideradas aceptables: te exigen hablar de cierta forma, evitar ciertas palabras y cumplir un contrato formado a través de la costumbre o el acuerdo, con el propósito de evitar el “caos moral”.
Aristóteles refiere la política a la ley, la justicia, la costumbre y la libertad. Escribe respecto a este tema que la ley es pura convención, garantía de no cometer mutua injusticia, sin que esta ley tenga el poder de que los ciudadanos sean buenos y justos. Yo estaría de acuerdo en que la ley es la consecuencia de la conversación, de la relación entre seres diferentes, de la literatura y la sensibilidad social; es decir, del lenguaje ligado a la imaginación, como detonador y consecuencia. El lenguaje no se despliega ante nosotros sin que nuestra imaginación sea su detonante: no es una herramienta ni un palo de escoba.
La política es una ética desplegada desde el lenguaje: un saber que consiste en hacer el bien en determinada circunstancia. Las definiciones sobran, y las acciones siempre nos resultan insuficientes para conciliar y ponernos de acuerdo en la naturaleza de un bien absoluto.
Sigamos: ¿qué clase de acción es la llamada corrección política que repiten las buenas conciencias, las comunidades llamadas a sí mismas progresistas? Es literatura limitada, hoy en el siglo XXI, ya que intenta vivir a costa de balbuceos retóricos y reduccionistas cuando llama al buen comportamiento. ¿La modestia se fue de vacaciones y hoy nos toca administrar la verdad?
Lo intentaré decir de otra manera: la corrección política es una costumbre adoptada por la lengua existente en los espacios de poder que se arrogan la idea del bien, aunque estos espacios sean agrupaciones, colectivos, asociaciones en redes, pequeñas comunidades, etcétera. Los ejércitos de la corrección política (guiados por la buena voluntad, la ataraxia histórica, el exceso de entusiasmo y las redes sociales) tendrían que establecer cuáles son los límites de su acción y no transformarse en inquisidores. Lean sobre Giordano Bruno.
Hay corrientes filosóficas que consideran la posibilidad de pasar por encima del lenguaje y aun así comunicar pensamiento. No entraré en ello y espero que, si conciben códigos civiles, estas personas no lo hagan bailando o componiendo sinfonías.
La política, tal como se concebía antaño, y su conjunto de artefactos morales —repúblicas, constituciones, revoluciones, debates, argumentos éticos, partidos electorales, etcétera— se va disgregando poco a poco en aras de comunidades globales atadas y relacionadas por las corporaciones y la comunicación electrónica, por la ausencia verbal y los virus tecnológicos, por la buena intención que se transforma en dogma: producción, tecnología, olvido de la historia, consumo, pero no derroche vivencial, individual, lúdico (Bataille), que no sea vigilado por un poder que se ve a sí mismo como libertario.
Trump es políticamente incorrecto, y la población de Estados Unidos le entregó su voto. Votaron por la incorrección política. Vaya paradoja.
Habría que considerar a fondo a quién debe exigírsele un buen comportamiento, sin perder el tiempo acosando a personas cuya supuesta incorrección es creativa e indefensa.