Mi sombra está cansada y va quedándose atrás. Y tengo la impresión de que la causa de ello son mis pasos cuya caminata no dibuja orden alguno. No me avergüenza ser desordenado e indisciplinado inclusive. La idea de un orden resulta una maldita locura: el orden de uno es el caos del otro, y donde yo me tropiezo con cadáveres, otros encuentran vida de sus despojos. En realidad, miento al afirmar que mi sombra se rezaga de mis pasos, cuando es justo lo contrario: ella camina delante de mí, quizás huyendo, acaso tratando de alejarse del bulto que le da forma. ¿O es que me han abducido los extraterrestres y la pobrecita anda perdida? Los jodidos alienígenas cuyo poder es inimaginable la despojaron de razones para existir.

Pasearse algunos años respirando sobre esta tierra no puede tratarse de una acción vacua, pues nada que termine en la muerte es estúpido o inútil. La muerte tiene permiso y se despierta cuando se le da la gana. Las campanas de su iglesia tañen y allí vamos nosotros a misa, medio dormidos, atolondrados. Jamás le encontré algún caso a ponerle siquiera atención a ese campanario. Hay que vivir por pura curiosidad. He llegado a convencerme de que solamente es lo que tiene que ser o acontecer. El libre albedrío es una tontería que se reduce a algunos actos cotidianos; quiero decir que podemos elegir comer una manzana en vez de una sandía; uno tiene oportunidad de elegir entre matar o no matar; nada más. Pero frases como “el ser humano es libre por naturaleza”, carecen de sentido, son bobaliconas y despiertan a la mala retórica: a los chismes metafísicos. No pueden trazarse límites a lo que de todas maneras tiene que ser, y nos va a chingar, sepultar o dar un poco de felicidad. En consecuencia, existen lenguajes, arte, historietas, sufrimiento y también un dizque pasado individual.

A mí me queda bastante claro que el pasado es misterioso, un mito, una ficción que uno se inventa con el propósito de asumir que ha vivido. El futuro, en cambio, es predecible puesto que ha sucedido ya. En algún lugar de la conciencia duerme, holgazán y determinado. El futuro ha sido realizado ya en el pasado y no tenemos más que la mera obligación de seguir los reiterados pasos de baile que nos conducirán a la muerte. La muerte: ese fenómeno que le sucede a otros, pero que uno es incapaz de comprobar en carne propia, pues para ello requeriría estar vivo. El muerto no sabe que está muerto y es probable que tal sea el mayor privilegio que le ha sido vedado: los muertos ignoran su propia muerte, de lo contrario brincarían felices dentro de su tumba. O sus cenizas serían polvo de estrella enamorado, sólo por expresarlo en palabras de Francisco de Quevedo.

E.M. Cioran sugirió que la humanidad no debe temer a su desaparición, sino que, más bien, tiene la absoluta obligación de desaparecer. No es una mera ocurrencia incluir nuestra eclosión o muerte en el tiempo pasado: vernos como se miraba Kafka a sí mismo: alguien que ya no está. El hombre que debería estar muerto, pero que aún respira animado por un esporádico arrebato de curiosidad, mira por la ventana y se ve a sí mismo caminando hacia una muerte que sólo es capaz de reinar en el pasado: se descubre camino a la muerte y se percata de que ha habido un tremendo descuido, un mal rollo, un disparate. ¿Dónde se encuentra él en este preciso momento? Sabe que nació muerto, de lo contrario no existiría. Husmea en sus alrededores, en los templetes edificados a partir de sus colecciones de revistas, libros subrayados, hermetismo popular y en el cúmulo de publicaciones que lo convencen de que la vida no es una palabra o un concepto, tampoco una mentira y mucho menos algo verdadero.

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