Todos los seres humanos sufrimos demencia, locura o como deseen llamar a esa puntual perturbación que nos acosa durante la vida. Observados desde múltiples perspectivas, las personas sufren de una ambigüedad evidente en las acciones que realizan a lo largo de su breve transitar por el mundo. En la actualidad no es difícil presenciar que a un ser sensato lo llamen “loco” desde una tribuna opuesta. Admitir esta sencilla conclusión llevaría a ese “loco” o “loca” a conocerse más a sí mismo. El concepto de Homo demens fue apreciado y puesto en escena por el filósofo francés, Edgar Morin, a quien comencé a leer hace cerca de tres décadas teniendo en mano su trilogía titulada El método. En otro de sus libros Tierra-Patria, leo y transcribo el párrafo siguiente que viene mucho al caso. “¿Civilizar la Tierra? ¿Pasar de la especie humana a la humanidad? ¿Pero qué esperar del Homo sapiens demens? ¿Cómo ocultar el gigantesco y terrorífico problema de las carencias del ser humano? En todo tiempo, por todas partes, dominación y explotación han predominado sobre la ayuda mutua y la solidaridad; en todo tiempo y en todas partes el odio y el desprecio han predominado sobre la amistad y la comprensión, por todas partes las religiones de amor y las ideologías de fraternidad han aportado más odio e incomprensión que amor y fraternidad.” Las conclusiones de Morin, uno de los pensadores más cultos del siglo veinte, son desalentadoras; más cuando su muerte en el 2021, a los 103 años, nos revela su larga experiencia la cual avala una crítica observación de la sociedad. Resulta tal el número de filósofos cuya conclusión es la existencia de un continuo malestar y locura en las sociedades actuales, que sus lectores terminamos de alguna forma convencidos de que padecemos una especie de enfermedad eterna: los sucesos actuales en Medio Oriente son un ejemplo de hasta qué punto la historia del odio llega a repetirse.

El vanidoso y arrogante escritor de origen ruso, Vladimir Nabokov, fue un magnífico espécimen de Homo sapiens demens. ¿Cómo se atrevió a escribir las líneas que siguen, en su libro Opiniones contundentes?: “Sucede que me parecen de segunda categoría y efímeras las obras de varios escritores engreídos, tales como Camus, Lorca, D.H. Lawrence, Thomas Mann, Thomas Wolfe, y literalmente centenares de otros grandes autores secundarios.” Y añade que a raíz de sus juicios es normal que él mismo le haya sido antipático a los “autómatas secuaces” que admiran a esos escritores de segunda categoría. Yo soy uno de esos lectores, pero no en consecuencia voy a denostar a Nabokov, quien por lo demás me resulta insufrible. ¿No nos corroe la locura? ¿No hacemos de nuestros juicios teas para incendiar las casas vecinas? Las obras literarias poseen su propia vida y una vez que son publicadas se enfrentarán al mundo de los Homo sapiens demens. Quien las escribe tiene ya poco que decir acerca de ellas.

“Porque el sufrimiento es la única forma de tomar conciencia de las cosas”, escribía Dostoiewski, resaltado por uno de sus grandes críticos, Nicolas Berdiaev. Me parece que en esta sencilla sentencia encuentro locura, experiencia y honradez. Mas no por ello vamos a someternos a un sufrimiento falso con el propósito de escribir con mayor profundidad. Creo —a partir de la observación y mi experiencia en México y otros lares— que existe una diferencia evidente entre un escritor y un hombre (o mujer) de letras. El primero muestra un talento natural; el otro es solamente un admirador y conocedor de las artes. No ofreceré nombres con tal de no aumentar el desquicio que priva entre los hombres y mujeres de letras quienes se consideran escritores y que, además, utilizan su poder o sus relaciones políticas en el ámbito literario para construir breves, pero destructoras alianzas. Se aprovechan de los Homo demens y de la carencia de crítica, mientras utilizan sus influencias en el ámbito literario para administrar sus reinos pasajeros. Efectivamente, la locura se entromete suavemente en nuestro pensamiento. Como lo hizo Edgar Morin, destaco el pesimismo que agobia a varias personas cuando somos testigos de tan contundentes burocracias. Observaré desde mi silla lejana, cómoda y no esperaré milagros.

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