Norman Mailer reiteró en alguna entrevista: “Hay un exceso de gente que escribe en la actualidad y que no entrega arte al mundo. Pero se hace terapia a sí misma.” Gozar de fortuna y apellido, carecer de talento, dedicarse al arte y ser aclamado por amistades que se encuentran en las mismas condiciones: ofrecer o imponer esa creatividad para que nosotros los sirvientes accedamos a consumirla.
A fin de cuentas, es esta ya una tendencia en el medio del arte y los sirvientes o víctimas de un talento semejante lo agradecemos y nos extasiamos ahítos de profundidad. ¿De qué otra forma podríamos acercarnos a las mieles de la creación o conocer la heterogénea tradición de las artes? Gracias, no se me ocurre nadamás que decir: “gracias por unir su apellido, herencia y talento en nombre del progreso y de su propia manifestación filantrópica y estética: merecen un homenaje.”
Si al menos mostraran alguna clase de agudeza o perspicacia, sus admiradores lo apreciaríamos tanto, quiero decir mostrar algo de distorsión genuina; exabrupto; obsesión incurable; necesidad de estallar hacia adentro y hacia afuera; enfermedad o salud radiantes; incomodidad; odio natural; dengue imaginativo; deseos de desnudarse y caminar por las azoteas; o de sentarse en una silla a sólo mirar; si por lo menos el talento aflorara como el hermoso seno que se descubre para abreviar la vida: sueños guajiros.
Alguna vez en Puebla, durante la cátedra Alfonso Reyes expresé al auditorio: “Las leyes son estúpidas por constitución”; de súbito tres personas se incorporaron de su asiento y se marcharon. Después me enteré de que se trataba de jóvenes abogados ofendidos.
Naturalmente, no deseaban escuchar bellaquerías; mas las leyes son estúpidas en esencia porque —si uno es optimista— estas lo serán menos en el futuro: No se mostrarán las nuevas leyes o normas— tan bárbaras y miopes porque quienes las crean habrán progresado intelectualmente y conocerán más a fondo la compleja circunstancia en que las esqueléticas, absurdas, irrebatibles y anémicas leyes anteriores han evolucionado hasta convertirse en leyes menos absurdas y anacrónicas.
Se los dice alguien que, como Gregor Von Rezzori, es un impecable observador de su ombligo; allí donde se une vida y universo.
Afirmar que en el futuro las leyes serán menos zafias y desnutridas es un halago colosal, ya que se considerarán un progreso del ingrato presente; y estas nuevas y relucientes leyes, a su vez, se hallarán dispuestas a ser superadas, bruñidas y más adecuadas e inteligentes que las anteriores. Si la prohibición de algunas sustancias químicas representa, por ofrecer un ejemplo, una especie de ética infantil acaso en medio siglo o en algunas décadas más, podría modificarse y terminarse con tan desmedida germanía.
No guardemos esperanza alguna; yo aún continúo considerando una lástima que aquellos tres abogados hayan abandonado el salón en Puebla antes de que comenzara la conversación heteróclita y libre. Para ellos, la sacralidad de las leyes resultaba incuestionable: ¡palurdos!
Creo que en México —y me disculpo por exclamar un juicio tan general y sin fundamentos— la susceptibilidad y el resentimiento son moneda común. A raíz de ello hay que andarse con cuidado y escribir cortésmente con el fin de evitar ofensas cegadoras. Un ejemplo de ello es esta columna: ¿hacia dónde se dirige? ¿Cuál es su propósito y con qué argumentos de peso cuenta? Temo decir que tales frivolidades no forman parte de esta escritura.
Detesto los argumentos (en general inútiles) ya que aunque alguna vez jugué tenis y frontón, el ir y venir de la pelota llegó a hartarme: el ganar o perder me pareció tedioso, pero el juego me atraía por otras razones: aguardar a que alguien resbalara; que los jugadores gritaran como si en ello se les fuera la vida; que para vestir su ropa de tenis mi contrincante se esmerara tanto, etc... Uno se muestra a través de la escritura y espera que el misterioso sentido aparezca, se haga visible, susurre como un moribundo o berree como un recién nacido. En asuntos éticos —leyes, política, moral, prefiero el color verde al negro, este es el mejor mole del mundo, etc...— no existe mensaje cuya verdad absoluta se imponga. Vuelvo a mi ombligo.