“Acerca de Hitler no tengo nada qué decir” escribió el filósofo y periodista austriaco Karl Kraus. He citado antes aquí esta frase (célebre, por cierto), puesto que me recuerda que ante determinadas conductas humanas incluso a un escritor las palabras lo abandonan y prefieren mantenerse quietas o dormidas. Las citas o frases en apariencia exclamadas de forma espontánea llegan a convertirse en pistas o referencias para la imaginación o, simplemente, cumplen su cometido de estimular la conversación. Como Kraus yo podría pronunciar acerca de D. Trump algo similar: “Sobre ese hombre no tengo nada qué decir.” Incluso pienso que de hacerlo me vería entrando en territorios desconocidos para mí. Espacios inhóspitos y desagradables los cuales sólo aumentarían mi certeza de que los límites del lenguaje a los que se refería Wittgenstein crecen hasta tal punto que nos depositan mudos en un territorio de desconcierto. Ya serán los académicos o los conocedores profundos de la política quienes llevarán a cabo su análisis porque ellos son dueños de un mayor conocimiento histórico y del tramado contemporáneo de las relaciones sociales, económicas o históricas que ostenta la clase política. Sin embargo, quien nos ofrece una noticia bastante relevante acerca de personajes como Trump, es la enorme masa que se inclinó a respaldarlo y que haciendo uso de la democracia como herramienta lo depositó donde está y apoyó sus propuestas y acciones extremistas.
Respaldado en mis palabras anteriores se me revelan dos características intrínsecas a la civilización de los tiempos que corren y que modifican en gran medida la idea común que tenemos sobre estos asuntos. La primera es que la política se ha separado rotundamente de la ética compleja y razonada que debía a toda costa acompañarla: la marioneta política carece ya de hilos movidos por seres afines al conocimiento, pero no obstante ha cobrado vida, se arrastra, sus pasos dibujan un garabato que oscila entre la parálisis y el movimiento descoordinado y cómico. Incluso, en comparación a esta marioneta, el caminar de Frankenstein resulta elegante y cometido sin ningún titubeo: este monstruo parece desplazarse como una modelo sobre la pasarela. Bueno, concluyo entonces que la política y la ética se han separado y que la primera es un conjunto de gestos y acciones desvariadas e incoherentes: carece del aglutinante del que tendría que dotarlo una ética fuerte, consecuencia de la tradición del saber humano.
La segunda consideración en la cual he insistido desde hace ya muchos años, la expongo aquí en palabras del filósofo estadunidense John Dewey y que podría resultar algo más confusa, pero finalmente sencilla de comprender: “La democracia —dice Dewey— no es ni una forma de gobierno ni una oportunidad social, sino una especie de metafísica de las relaciones entre los seres humanos y de su experiencia en la naturaleza.” Creo en algo similar: la democracia es un espejo de la experiencia humana a partir de sus
conflictos, circunstancia social y económica, teorías, desavenencias, etc.... de modo que su tránsito por la vida y el legado de la especie proveniente de las antiguas generaciones, le sea útil para mantener su supervivencia. Si la democracia fuera sólo un mecanismo de la mayoría para llevar a cualquier monigote a obtener cargos públicos y desempeñar funciones que nos afectan, entonces no haríamos más que simplificar y abaratar el concepto de democracia en la actualidad. La ética sería así reemplazada por la exhibición circense con miras al espectáculo y a la seducción de los seres más débiles intelectualmente, y más dispuestos a ser sepultados bajo un montículo de esperanzas infames y vacías.
Hace unos días, haciendo referencia a la inteligencia artificial bromeaba yo seriamente objetando que antes de entrar en ese tema tendríamos que preguntarnos: Si hay inteligencia entonces ¿por qué existen los seres humanos? Ya que si se desea que se exprese lo artificial tendría que manifestarse primero lo genuino. Y todo parece indicar que en tal aspecto este mundo se halla muy desprotegido. ¿Cómo no desconfiar de las actuales democracias si no son ya conceptos complejos en aras de la convivencia, y si la política ha dejado de ser una ética y se ha transformado en una banal herramienta de exhibición capaz de llevar a las personas más brutas e incapaces a puestos fundamentales en la edificación de un progreso continuado. Mark Twain supuso en un escrito que “dios creo la guerra para que los gringos aprendieran geografía.” Así parece ser: primero la guerra y después el conocimiento. ¿Si no, por qué una sola persona puede afectar la vida de millones de seres a golpe de ocurrencias? Deploro y desconfío de las masas votantes que han llevado a estas deformidades políticas al poder valiéndose de una democracia débil y de que el presidencialismo bárbaro no ha logrado ser erradicado del todo de la civilización contemporánea. Si los políticos representan nuestra servidumbre a la hora de asear, en vías de nuestro bien, la casa pública; ¿por qué les permitimos hacer tanto ruido? En fin; estos ya no son mis tiempos.