Hago una pequeña y tímida diferencia entre pragmáticos y románticos. Los primeros administran los ideales para vivir mejor; los segundos duermen al lado de la muerte y transitan la vida en caída libre sin que ningún suelo los detenga, excepto el final de todos los finales: no diferencian la teoría de la vivencia, aunque también desean vivir mejor en los ámbitos de lo peor. Kant nos ayudó un tiempo intentando poner orden en el pensar humano. Ya no nos sirve de gran cosa, pero su existencia todavía recorre los pasillos de nuestras vecindades, esas que se niegan a caer. Yo, como casi todos ustedes, no soporto las dictaduras, tiranías o cánones unilaterales. Y si los toleran, entonces yo los envidio. Quiero ser uno de ustedes y lo afirmo con toda sinceridad ya que, al unirme a su sentimiento universal, todo me sería más sencillo; desde bajar las escaleras hasta ver una serie de televisión. No sentiría esa angustia que me corroe al saber que mi macilenta vida depende de otros.

Cuando tenía nueve años y vivía en una casa rentada (es mi sino o destino: rentar un techo), al lado de mis hermanos, mis padres y mi abuela, un hombre tocó a la puerta de una mañana avanzada. Llevaba consigo una propuesta que difícilmente podríamos rechazar, como se dice. Deseaba imprimir un calendario, mas le hacía falta la ilustración que adornaría las hojas del almanaque. Uno de aquellos que se pegan tras la puerta o en las paredes de la cocina y en cuya superficie se hacen garabatos para ayudar a la memoria mundana de los días que transcurren como soldados. Se trataba de un hombre, dueño de un par de tiendas del barrio y ya nos había echado el ojo a mis hermanos —que tendrían siete él y un lustro la más pequeña— y a mí para fotografiarnos y ser la imagen del calendario que obsequiaría a todos sus clientes. El hombre, bien intencionado, quizás cercano a los cuarenta, habló con mi madre mientras nosotros los niños escuchábamos a un lado de sus faldas.

“Debo preguntarle a su padre, pero no creo que haya ningún problema”, respondió mi madre. ¡Seríamos famosos en el barrio! Mis hermanos eran bellos; yo no tanto, pero a diferencia de la actualidad pasaba por un niño apuesto, aunque algo orejón: nada que un buen peinado y un fotógrafo mañoso no pudiera remediar. Mi padre dio su permiso a cambio de una modesta cantidad de dinero; nos fotografiaron, el calendario se imprimió y nuestra imagen se divulgó en todo el barrio. La fama verdadera nos llegó demasiado pronto; y después se fue para siempre. ¿Y quién quiere la celebridad? Llega y se va cuando menos lo esperas. El calendario del siguiente año cambió nuestra imagen y mostró la imagen de unos gatitos. ¿Por qué se aferran los humanos tanto a esa celebridad que les brinda el poder? ¿No les da vergüenza mostrarnos su rostro o sus palabras todos los días? Sé que desean también unas monedas, como mi padre, pero deben ponerse un límite y conformarse en su exilio, en su opacidad y destierro. Esta lejanía posee sus atributos y uno no se tortura ni se maltrata con el afán unificador de la verdad kantiana. “O reflexiono o gobierno” me respondió cierto día un hombre poderoso en la política. Estoy seguro de que él no había aparecido siendo niño en un calendario. Ni posando como gárrulo ni mucho menos como Madonna.

Hace unos días, el jueves, cumplí años, y tal asunto no me importó; esta fecha me ha parecido siempre vacía, inútil y llena de complicaciones para quienes me rodean. Yo fui el niño del calendario alguna vez, en la colonia Portales. Y me conformo con ello. Y después llegaron los gatitos y quizás otros niños, no lo recuerdo. No tengo que ser pragmático o romántico; tal vez una mezcla o una conversación que no termina hasta que llegue el final. ¿Para qué quieren tanta celebridad y poder? La respuesta es evidente, así que ni siquiera la imaginaré.

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