Alrededor de una mesa los amigos recuerdan en voz alta sus aventuras. Rumoran y brindan al resguardo de los altos techos de La Dominica, en la calle Belisario Domínguez. En esta cantina han bebido unos tragos amables y todavía no caen en el delirio incomprensible, ni su deseo de destruirse los torna estúpidos. La mayoría de sus anécdotas se hallan referidas a aventuras peligrosas, asaltos sufridos, desdichas pasadas, amores malogrados. De lo que se resisten a hablar es de su oficio común, en caso de que posean alguno. Los escritores que no tienen nada qué decir sólo hablan de literatura. Los plomeros que no tienen nada qué decir sólo aluden a la plomería. Los políticos, los meseros y las enfermeras hacen algo semejante. Transforman las mesas en un salón de juntas, en un coloquio en el que comparten o presumen de sus saberes. ¿Y qué cosa significa tener algo qué decir? Significa hablar de sí mismos y sorprender a los otros, conmoverlos, mostrarles que el conocimiento del mundo se expande hasta volverse inconmensurable. Exhibir un conocimiento es muy distinto a transmitirlo o a sumarlo a una conversación: la exhibición de un mal o un bien —intelectual o material— es simple pobreza de alma, grosería inmerecida para quienes somos testigos de un acto semejante. Pero en el caso de la mesa referida, cercana a la barra de La Dominica, hay una mezcla de hombres y mujeres de distintos orígenes y profesiones. Lo único que parece unirlos es el relato de sus desdichas y de sus actos heroicos. Salen a relucir los asaltos sufridos, las hambrunas soportadas, la muerte inesperada y también la fortaleza con que han afrontado estas penurias y trances desgraciados. Después de unas horas, cuando la reunión culmine algunos marcharán en busca de un barranco en el que despeñarse y tirar sus tripas; mientras que otros irán directamente hacia su camastro domado y cómodo.
La desdicha y el infortunio no son patrimonio creativo y exclusivo de los escritores o de los poetas malditos; la melancolía ha dejado atrás el escenario del arte. La melancolía, esa bilis negra medieval que tornaba a los hombres distantes, meditabundos, ajenos a la felicidad, sombríos, tristes e incapaces de disfrutar el tiempo vivido, ahora se ha dispersado e incrementado en el temperamento humano de las grandes ciudades. Casi en cualquier mesa que posea cierto valor narrativo —es decir, que sea digna de atención— la desdicha, la melancolía, la enfermedad superada y el héroe casual toman el lugar del salero. En cierto momento de la charla, cuando ya varios han realizado algunos viajes al baño agobiados por su vejiga y los meseros acusan una cara de resignación y abulia, se comienza a hablar de las drogas (siempre es así) como si al hacerlo se ocupara un territorio de maldad placentero, de violación de la norma bobalicona: se ha llegado entonces a la narración de la intimidad que redime y enlaza a los melancólicos y malditos habitantes de la gran ciudad.
Pascal Brissette escribió un libro (publicado al español en 2018 por el FCE, y traducido finamente por Juan Zapata) que lleva por título La maldición literaria (del poeta andrajoso al genio desdichado). Brissette ha propuesto aquí al infortunio como la clave del escritor maldito, melancólico, que se extiende a partir del siglo XVII, en Francia. Desde Rousseau y Voltaire hasta el exilio de Víctor Hugo. “Esta conexión inusitada entre la melancolía y las facultades del espíritu se perpetúa a lo largo de los siglos y da lugar a desarrollos teóricos en los que la melancolía es percibida al mismo tiempo como una maldición y una bienaventuranza”. El artista se confiesa o se distancia de sus contemporáneos, se suicida o se entrega a la pasión destructora como señal del genio incomprendido, se asquea del éxito y se burla o desprecia la riqueza; su melancolía, infortunio, desdicha, enfermedad, locura lo enfrentan a su sociedad, una sociedad a la que él evade desde su guarida intocable: se ha construido a sí mismo y el infortunio o el sufrimiento son la prueba de su talento y de su perturbación por la vivencia legítima: la que es entrega, no búsqueda. El contenido del libro abarca más de lo bosquejado aquí: es un relato histórico de la melancolía y el romanticismo que dieron lugar a la idea moderna del escritor maldito a partir del siglo XVII.
Hace un año, en Bogotá, sostuve una conversación pública con Brissette (Canadá; 1971) y el traductor y doctor en literatura francesa, Juan Zapata. Me imagino que yo representaba, de alguna forma, al escritor “maldito”, y Brissette al saber ordenado e histórico. Fue una buena charla entre los tres. No fue un hecho doloroso, puesto que a mí el público no me conmueve gran cosa. En estos años recientes permito que la intimidad se revele al azar —levanto los hombros y a darle— y dejo que los guiones duerman dentro de un cajón. Aborrezco representar un papel tal como lo hacía en mi juventud. En la mesa de La Dominica los bebedores desdichados parecen interpretar a un conjunto de Baudalaires mexicanos, sin por ello ser artistas malditos: sólo carne parlante e infortunio urbano. Buenas personas.