La primera vez que escribí me recompensaron con un beso. Fue un poema que brotó de mí hacia los once años. El beso me lo propinó Silvia, quien también gozaba de una edad semejante. Ella era estadunidense y hablaba el castellano a medias, de modo que su crítica literaria podría ponerse en entredicho. De cualquier forma me besó y con ello me sentí más que satisfecho. Al mismo tiempo cometí un error de perspectiva que todavía continúa lastimándome. Creí que de seguir practicando la escritura obtendría caricias y que mi vida se dotaría de sentido, además de que podría causar alguna clase de bien en las mujeres o en los seres humanos. ¡Que estupidez la de aquel infante embelesado! ¡Qué poco sentido de la realidad! De todas formas me dediqué a ello en mi juventud y di vida a monstruosidades literarias que, varios años después y gracias a un ápice de decoro lancé a la basura. Ahora sé que la literatura no sirve para modificar la circunstancia en la que vivo, y más que besos he obtenido penurias y decepciones. Mi primer andanza literaria la publiqué en la revista Vuelta bajo la venia de Gabriel Zaid que convocaba a una suerte de piruetas y juegos literarios. Yo entonces me llamaba Sergio Juárez, tal como mi padre, aunque después tomé el nombre que me endilgara mi madre y su apellido. Cuando vi mi nombre escrito en letras impresas sentí que un alud de alegría y un colosal orgullo invadía mi espíritu. Tomé la revista y corrí cerca de dos cuadras para mostrárselas a quien entonces consideraba mi mejor amigo. Los días habían adquirido un sentido inédito e irreconocible que me alentaba a transitar mi vida durante los próximos años. Maldita sea, y todo por un versito exhibido en aquella publicación. Mi amigo, quien también se llamaba Guillermo, se emocionó tanto como yo, me dio un fuerte abrazo y me espetó como el gárrulo que todavía sostenían sus años: “¡Sabía que lo lograrías! ¡Eres todo un escritor!” Lo que siguió a aquella calurosa felicitación fue una vida desgraciada y plena de penurias y esfuerzos inútiles. No sabía, como lo reconozco ahora, que la literatura no sirve para nada y mucho menos logra influir en el curso de su sociedad. No he obtenido los besos apasionados de Silvia, mi vecina, ni mucho menos la sentida congratulación de mi amigo. Desde entonces, todo se enfiló hacia el sendero de lo peor. ¿Cómo logra uno hacerse a la idea de que sus pasiones primeras pueden llegar a convertirse en sus decepciones posteriores? Miguel Morey, en su libro Pequeñas doctrinas de la soledad (Sexto Piso: 1915) sugiere que los intelectuales hoy en día emergen del periodismo, sin embargo yo no deseaba en mi niñez ser un intelectual o un hombre de letras y sólo me conformaba, como conclusión de mi escritura, con recibir caricias y modificar mi circunstancia vital: obtener bienes intangibles los cuales no obstante repercutían en todo mi cuerpo, en mi vanidad y en mi vida cotidiana. ¡Un pendejo absoluto! Mas se me puede perdonar ya que apenas sumaba once años y diecinueve cuando vi publicada mi jugarreta literaria en la revista que fundó Octavio Paz. Es evidente que en la actualidad no estamos a su altura ni somos capaces de combatir los totalitarismos, ni influir en el estado de cosas que nos pervierten.

Los intelectuales y ensayistas son —somos—testigos de una humillación latente, continua y devastadora. Nuestra voz carece de oídos que la escuchen y que aprecien su tentación de cambiar vidas, temperamentos o ideales. ¿Cómo es posible que hayamos permitido que la democracia se desmorone y que sean los iletrados quienes, a partir de triquiñuelas ordinarias, nos gobiernen y nos roben nuestro prestigio e imaginación? ¿Por qué la voz de el hombre o la mujer de letras no se escucha plena de autoridad ética y solamente somos espectadores de este ridículo teatro de la deformación política y la manipulación malhechora de las instituciones? No valemos más que el último suspiro de un cadáver agonizante. Escribimos y aunque nuestro grano de arena desea trastornar la realidad, es verdad que apenas si la incomodamos. Ya no somos caudillos de las letras, ni encarnamos la voz de los sabios pues nuestra crítica casi nadie la aquilata. Sucumbimos hundidos en un mar de querellas inútiles, tanto de género como de prestigios personales. Carajo una y mil veces: yo al menos obtuve un beso y un caluroso abrazo, pero la humillación continúa y el susurro de mis pensamientos hace adormecer a mi sociedad. Yo soy uno de estos escritores y ruego se perdone mi ingenuidad; si hubiera podido pelear, organizarme, predicar con la buena palabra, si otros se hubieran unido a mis plegarias e incentivos verbales no nos habríamos quedado sin país y nuestros congéneres no se revolcarían en el lodo tecnológico, tan lejano a la reflexión y a la conversación civil. Solicito un perdón que no merezco: con tal de obtener bienes individuales no ayudé a que las instituciones que sostienen la vida pública se desmoronaran de esa manera. ¡Y todo comenzó por un beso!

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios