Cada uno es un puerto que desearíamos alcanzar una vez más antes de morir”, este fragmento inesperado, como suelen ser las entrañas en los poemas de John Ashbery (1927-2017), podría ser la historia completa de cualquier persona común que siente cómo transcurre la vida, cómo se va, desgasta su cuerpo y en todo momento avanza un paso para retirarse. Y, sin embargo, el impulso que transgrede la vida avizora siempre un puerto al cual desea, una vez más, llegar. El puerto que aguarda el arribo de la embarcación agotada y satisfecha, o quizás ya muerta y sumida en la gravedad de tanta aventura: ¡Uno mismo otra vez! ¿Quién parte de un puerto esperando no volver? Los aventureros y los canallas que desean dejar atrás sus criminales tropelías. Pero una persona cualquiera, alguien que sólo vive sitiado en su epidermis se transforma en ese mismo puerto al que desea llegar... una vez más. Y quiere vivir y arrojar el ancla a las aguas que lo esperan trastornadas de aquella terquedad tan humana.
Forzando una vuelta de timón al barco destartalado de mí mismo, el cual aún ansía llegar a puerto, quiero expresar llanamente: ¡qué detestables son los automóviles! Sobre todo en las ciudades cuya tranquilidad roen como termitas mientras el caminante debe tener cuidado de no ser desquebrajado por alguna de estas máquinas que amenazan destrozar sus huesos, moler su carne, hacer de su puerto una cueva penumbrosa y funeraria. Es la mía una quejumbre común, lo sé, mas ello no la hace menos pertinente. Hoy en la mañana, al dejar la cama, luego de una noche abrupta y generosa en pesadillas, caminé y tropecé con ¡mis zapatos!; sólo un imbécil tropieza ante el bulto de los botines que lo llevarán de nuevo a su propio puerto. Algo así observo que sucede en el caso de los automóviles: tropiezan en la esencia de su acción; avanzan lentamente como orugas adormiladas; ocupan espacios impensables en urbes ya habitadas por millones de humanos; chocan entre sí y detienen el flujo de las venas citadinas; exhalan atizando el claxon un ruido depredador causado por la desesperación de continuar; consumen energía que daña el entorno en el que pululan. Además de que su esqueleto mecánico se antoja ridículo y uno viaja dentro de estas máquinas como si estuviera sentado en el excusado, enclaustrado y rodeado por puertas de metal. No es sencillo abandonarlos en cualquier lugar y volver a la libertad del ambulante corporal; someten el espacio humano lacerándolo con avenidas, puentes, pisos y más pisos de concreto que se elevan hasta donde los dioses duermen, ellos sí ajenos a lo que sucede en mundos lejanos de su placer y tranquilidad. A raíz de ello, cuando escucho a un infame mastodonte cítrico amenazar a otros países con aumentar aranceles a los vehículos y a sus tuercas y tornillos pienso, de manera informal y desesperada, que estos impuestos deberían ascender al mil o al dos mil por ciento. Tal vez así podríamos profundizar en la especialización del transporte público
local y no contaminante. Oponerse al reinado del automóvil ha sido una batalla común que han ofrecido escritores y ensayistas tales como Ivan Illich, Gabriel Zaid, Guy Davenport, Morris Berman y un nutrido grupo de pensadores cuya reflexión y libertad gusta del caminar y de la observación aguda.
Termino —yo, que he tropezado con mis propios zapatos—, haciendo una modesta loa a los caminantes urbanos. Si no son ancianos atormentados por la edad, o se hallan discapacitados, o se ven obligados a cargar o a acarrear bultos imposibles, y si gozan de una libertad aun sobria y tímida, no tendrían por qué utilizar un automóvil si la distancia a recorrer es menor a diez o a cinco kilómetros. De lo contrario, aumentan los males de las grandes ciudades —urbes— que, en sí, ya representan una anomalía y un descalabro a la prudencia: estos automovilistas se convierten en una especie de criminales cuyo daño es mayor de algunos de los que solemos quejarnos. Sin embargo; ¿qué puedo yo aconsejarles cuando siguiendo la línea de Ashbery— soy un puerto que día a día lucha por alcanzarse a sí mismo?