Sucedió hace tantos años que es más noble olvidar las fechas. Sólo sé que el apogeo de adopción animal en mi familia se reveló más crítico cuando todavía la música me emocionaba a tal punto que me olvidaba de pensar: era tan joven como la humanidad misma. Durante décadas los perros y los gatos se han refugiado en mi familia como en casi ninguna otra tribu. Lo lamento y culpo de ello a las mujeres de mi casa joven. ¿Más animales? ¿No bastaban a su apetito las bestias masculinas que solíamos merodear y destruir la cordura? Bien, el asunto es que a un costado de nuestra casa, en Villa Cuemanco, entre la maleza de un terreno deshabitado, alguien abandonó a cinco crías felinas que, si no las hubiera descubierto mi hermana, habrían muerto en pocas horas. Ya rescatados, cobijados y ungidos los malditos animales hubo que bautizarlos, tarea que se me adjudicó luego de un plebiscito familiar. Acepté el encargo y los nombré del siguiente modo: Sacco, Vanzetti, Remedios, Nicoletta y Domiciano. Los dos primeros nombres, ustedes los conocen, surgieron debido a mi admiración por el anarquismo; Remedios tenía como raíz el personaje de una obra de García Márquez; Nicoletta se hallaba arraigada en mi ánimo socialista... ¿Y Domiciano? No lo sé, ya que no conocía aún las biografías de Suetonio (La vida de los doce Césares), ni aquilataba la personalidad histórica del emperador que llevara ese nombre en el siglo I después de Cristo. Probablemente escuché el patronímico en algún lado, o acaso haya sido mera iluminación romana, o no sé qué carajos. De haberse dado el bautizo en estos días, el gato se habría llamado Augusto, emperador cauto; honrado y recio en los castigos que imponía; ascético y preocupado por la población romana; austero a la hora de ofrecer su amistad; enemigo de los halagos y de los discursos arrebatados; longevo y querido, según nos narra Suetonio (70-130 d.C).

En cambio, Domiciano, el gato, nos daba sólo problemas, pues robaba comida de las casas vecinas e incluso no faltó quien le disparara desde una ventana, sin mayor tino. El animal, tan blanco como la leche en la oscuridad, resultó ser un cínico, depredador y sibarita. Muchos años después leí a Suetonio —antes que a Catón o a Plutarco— y respaldado por la sencillez, escrupulosidad cotidiana, y chismorreo fundamentado del célebre biógrafo que en el libro antes citado se ocupó de la vida de doce emperadores romanos, desde Julio César hasta Domiciano. Este último, como mi gato, adolecía de una egolatría inmaculada; era cruel y, a la par de la mayoría de los Césares, llegó a pensar en sí mismo como si fuera un dios. De hecho escribió e hizo circular un legajo en el que sus órdenes tenían que ser antecedidas por la frase: “Nuestro amo y nuestro dios ordena lo que sigue.” Era holgazán, tragón y se hallaba muy preocupado por la pérdida del cabello, aun cuando se consolaba aludiendo a que sus cabellos morían antes que él. Incluso este hombre, de alta estatura, escribió un breve tratado titulado El cuidado del cabello. “¡Qué miserable condición de los príncipes! —se lamentaba— No se les cree acerca de las conspiraciones de sus enemigos hasta que son asesinados!” Por fortuna reinó pocos años; como mi gato, cuya figura desapareció un día para siempre. Acostumbrada mi familia a su vagancia, se percató de su ausencia hasta una semana después de que su ocaso brilló entre nosotros.

Acaso Domiciano, en el libro citado, sólo haya tenido a un rival tan vil como él: Calígula. Sin embargo, no hablaré del imperio que acaudillaron estos hombres. Sólo que después de una lectura reposada de Suetonio, amigo intelectual de Plinio el joven, con quien mantenía correspondencia, me he dado cuenta, otra vez, de que quienes reinan en un imperio, aun nombrándose república, continúan creyéndose dioses (Trump es un buen ejemplo). En consecuencia, espero que mi querido gato, Domiciano, aparezca en cualquier momento.

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