Me escabullo dentro de los ojos de mi compañero de mesa. Un buen amigo, mientras el tiempo no erosione nuestra amistad y culmine en el final esperado: la decepción, el mal agradecimiento, el aburrimiento o la traición burda. Durante la discusión me doy cuenta de que él intenta demostrar la verdad de su parecer; busca y acude a argumentos, ejemplos, citas de libros, analogía históricas e incluso recetas de cocina. Es un hombre de mediana edad y, concentrado en su soliloquio, no se percata de que yo me he alejado de la discusión y lo observo pleno de curiosidad y también de camaradería. Sé bien que uno debe soportar esa manera de proceder y disfrutarla si es posible. Más cuando se trata de un amigo apreciado. Sospecho, fuera de cualquier dramatismo, que la ética consiste mayormente en imponer nuestras ideas o nociones del bien a los demás, no obstante tengamos que utilizar nuestro poder, sea éste de cualquier clase. Es posible que estemos dispuestos a perdonarle sus crímenes a una bella malhechora, ya que nuestro íntimo pensar nos dice que su belleza hace más bien a la sociedad que la presencia de uno o varios desgraciados. Lo anterior es la esencia de un aforismo o párrafo que escribí hace veinte años. Es literatura y me rehúso a defenderla como si fuera una aserción o un argumento. Las palabras no tienen ruedas.
El tiempo no me ha obsequiado sabiduría, sino que me ha dotado de cierta capacidad para desatenderme de las discusiones inútiles o de los juicios categóricos. Detesto el concepto de humanidad a pesar de que pondere al humanismo como una bien intencionada, aunque siempre mancillada, invención moral. Tantos canallas que habitan en la sociedad e impiden el orden propio de una vida sensata resultan incontables. El insulto que representa la acumulación de años ha dejado de preocuparme, pero no mentiré si escribo que me tiene sin cuidado conversar e intentar remediar algunos males ficticios o grandilocuentes, cuando prefiero concentrarme en los problemas modestos o demasiado incómodos como para caer en la arrogante abstracción. Vociferar, por ejemplo, acerca de lo que sucede en un país llega a parecerme, en ocasiones, algo absurdo o poco interesante ya que es difícil que una persona desde su visión particular nos aclare el tramado o complejo universal que significa el cada vez más confuso concepto de país. Tampoco mentiría al escribir que, a menudo, recuerdo al anciano o personaje senil de esa emotiva y sosegada novela del escritor marroquí Tahar Ben Jelloun, Día de silencio en Tánger. Una novela sepultada también por la avalancha de novedades tan desagradables que debe enfrentar hoy en día cualquier aspirante a lector.
En la obra aludida el anciano se siente solo y desperdiciado y se queja de que sus hijos nunca le pidan opiniones. Los escasos amigos con quienes llega a conversar son cada vez menos, se van muriendo o desaparecen. “Pero son pocos los que le piden consejo —escribe Tahar Jelloun—. Y esto lo hace sufrir. Se compara a una biblioteca no consultada por nadie. Una visión del mundo y una filosofía que se difunden con dificultad.” El anciano siente que su experiencia, sus viajes, sus lecturas, su sufrimiento, todo ello debería ser no sólo el testimonio de una vida plena, sino que todo ello debería servir a los demás. Me alegra haber recordado que guardaba este libro en alguna caja muerta que no logró esconderse a mi mirada, como tampoco lo han hecho algunas discusiones que te ayudan a pasar el rato y a conocer más acerca de la moral humana. Ahora recuerdo, también y a propósito, un poema de Luis Cernuda: “Y piensas / Que así vuelves / Donde estabas al comienzo / Del soliloquio: contigo / Y sin nadie. / Mata la luz, y a la cama.”