A menudo tengo que recordar o acudir a una de las ideas más nutritivas de Giambattista Vico, quizás inspirada por Hobbes: la naturaleza es una invención humana. Esto es porque en nuestro necesario deseo de conocimiento, los seres humanos debemos inventar lo que supuestamente existe por sí mismo. No es esta una idea sencilla, ni demostrable, ni mucho menos “irrebatible”, como suelen decir los fanáticos: “¡Es un hecho irrebatible!”
Expresado más fácilmente: el “mundo” es extensión de nuestros sentidos y nuestras ideas lo crean, modifican y utilizan en su provecho. Nos pasamos la vida inventando y dando como ciertas nuestras patrañas. Algo así sucede a menudo en las conversaciones, discusiones, argumentaciones o enfrentamientos verbales que se dan entre las entidades bípedas o humanas. ¿Quién no ha escuchado decir a otros que cierta “cosa” es irrebatible? Que dios nos ampare, aunque los dioses también sean una invención, a veces benigna, otras agresiva y feroz en sus mandamientos.
Cuando queremos meter en el mismo costal cosas muy distintas las mezclamos y también confundimos a las mentes más ordenadas. A mí me agrada el desorden creativo —desearía apuntar— y no criminal, como he escrito aquí antes en mi columna. En cambio, detesto el orden autoritario que destruye la creatividad y la libertad. Algo similar sucede con la palabra “pueblo” que hoy en día parece ser un vocablo sagrado o eclesiástico el cual representa una especie de hecho irrebatible. Sin embargo, mirando el asunto de cerca, tras esta palabra no existen más que ilusiones y ánimos sacerdotales. Hay gatos, árboles, mujeres, ciudadanos (que lo son cuando aceptan el contrato civil), pobres, ricos, criminales, Godínez, indígenas, mestizos, tamaleros, contadores (debido a su profesión), etc.., pero el “pueblo” —en su reciente acepción litúrgica— se asemeja a un costal en donde introducimos no sé cuantos juguetes abstractos, concretos, verbales y demás. La palabra tiene algo de quijotesca y de fantasiosa y aún debe servir en algunas clases escolares de antropología. En fin, yo me pronunciaría a favor de la gente pobre y el equilibrio de la riqueza, por los ciudadanos más desprotegidos o por el buen cuidado de las comunidades singulares que buscan proteger sus costumbres. Lo que no haría, pues no sabría de lo que estoy hablando, es referirme al “pueblo”, sin embargo quien lo haga sus graves razones tendrá, mientras no sean razones que respaldan actos criminales: que dios nos ampare de nuevo.
Vuelvo al principio cuando me refería a Vico, el filósofo napolitano que escribió en su Ciencia Nueva, que cuando pensamos o creamos damos lugar a un conocimiento más profundo que sólo observar o verificar los hechos de la naturaleza. Vico creía, por ejemplo, que la geometría —luego lo reitero Albert Einstein— es una invención humana, no un descubrimiento de algo que existía antes de nuestra mente. ¿A dónde voy? Por lo regular a ningún lado, como debe ser, pero esta vez quisiera rogar encarecidamente que dejemos de inventar patrañas cuya intención es evidente. A mí lo misterioso continúa seduciéndome, así como la inteligencia, los sentimientos legítimos y el arte (lazo de comunión e imaginación humanos). “Baudelaire se aparta del público desde el primer momento montado en códigos, preceptos y tabús propios”, escribió Walter Benjamin, quien llevó a cabo un desorden creativo, un pensamiento, no una iglesia o un costal atiborrado de basura. El filósofo alemán se suicidó, mas llegó a escribir que el suicidio es “una pasión heroica” y el entierro una celebración. No sobra añadir que Benjamin fue víctima de la sentencia verbal y mitológica de pertenecer al “pueblo judío”, la cual aprovecharon bien los fascistas alemanes que tanto mal llevaron a Europa y a la todavía invisible humanidad.