Samuel Butler llamaba “cucarachas biónicas” a los automóviles, ya que —cita Guy Davenport— evolucionaban a un ritmo aterrador y más veloz que el de los animales. Para quien desea recorrer breves distancias el automóvil es una calamidad, un obstáculo poco alentador, y que me excusen los futuristas, estridentistas y vanguardistas de principios del siglo pasado que habitaban poblaciones pequeñas y veían en los entes motorizados un provenir alentador. Ausencia de seriedad humana, diría yo, y cabal retroceso de la cordura cuando se desea habitar amablemente una ciudad. Si usted utiliza su automóvil para recorrer distancias menores a los cinco kilómetros y además su salud es tolerable, entonces puede considerarse una especie de criminal urbano. La holgazanería a la hora de transportarse ensucia el entorno de modo más ofensivo que las materias fecales de los perros —que odiosos me resultan los canes; tal vez porque en mi adolescencia estuve a punto de ser asesinado por uno de ellos—. Si debe viajar largas distancias, o visitar otro estado o acarrear niños dentro del cuerpo de la cucaracha biónica no hay más remedio que usar los vehículos que, en pos del progreso, fueron tomando mayor espacio en el siglo veinte. El problema es que tomaron un exagerado espacio que no les correspondía. Y hoy es demasiado tarde si se empeña uno en poner remedio a tal canallada. Para quien, además, los utiliza con el fin de presumir su modelo, marca, precio y exhibir su estatus, ni siquiera encuentro palabras adecuadas con las que nombrar su espíritu badulaque y pacato: ¡vaya tontería! El señor requiere un automóvil para ser alguien y mostrar su poder. La piedad que me despiertan es casi cristiana; con todo respeto, obviamente.
Me apego a un lugar común —la mayoría de los lugares comunes suelen ser exactos— para expresar que caminar y pensar son acciones muy parecidas, ya que su movimiento es creador y precursor de fines y proyectos. Y cuando no lo son, ambas acciones tranquilizan a las bestias, nos hacen conocer mejor el entorno, el cuerpo mismo y nos muestran el enorme valor que se oculta en perder el tiempo. Elena Garro —en la entrevista que le hiciera Luis Enrique Ramírez hace 25 años—, dice acerca de Octavio Paz: “Era loco Octavio. Luego tomó la costumbre de acompañarme de la escuela a la casa. Desde San Ildefonso hasta Mexicali 40; allí por el Parque México, nos íbamos a pie, hablando de libros. Camine y camine. Platique y platique. Llegábamos y entraba a la casa conmigo. Mi papa decía ‘es conmovedor este chico, tan joven y lo culto que es, se interesa por todo’. Yo los dejaba conversando y me iba a dormir.”
Hay muchos libros acerca del paseo, o del ir y venir, escritos por Camilo José Cela (Viaje a la Alcarria); Michel Onfray (Teoría del viaje); Carl Seelig (Paseos con Robert Walser), o mi preferido: Viaje alrededor de mi habitación, de Xavier de Maistre. Tantos otros. Mas ahora quisiera añadir, para culminar la columna (mis amigos están hartos de esta anécdota), que luego del golpe en la pierna que me propinara un metrobús, mi fuerza ha disminuido y ya no logro recorrer grandes distancias. Hace tres semanas consumí ¡dos horas! para llegar al centro de la Ciudad de México, partiendo desde la colonia Escandón: paso a paso; mirada a mirada. Cada vez me duele más y la lentitud de mis pasos crece, pero mi necedad me dice que volveré a las andadas, así, al pie de la letra.
Tienen que hacer lo posible por vivir mejor, sin ser humillados por quienes más poder y dinero tienen, “vivir con comprensión, solidaridad; sin ser insultados, humillados, despreciados: la economía debe ser controlada por normas antropoéticas”, escribió Edgar Morin en Tierra Patria. La prisa a priori es un cáncer, dejen el automóvil: a quien menos tiene menos le pueden quitar. Yo no puedo imaginarme la vida sin la posibilidad de caminar ya que cesaría de pensar, de vivir de lanzarme en contra de todas las arbitrariedades y dislates de mis contemporáneos.... dejaría de estar en paz.