Todo comenzó desde que era un niño. Para los viejos todo comienza siendo niños. ¿Si no,
cuándo? ¿Con el Big Bang? Sucedió hace muchos años, como en los cuentos largos. Y un
día estaba al lado de mis padres, quienes en ese entonces aún no caían difuntos, mirando
el box, un sábado nocturno y apacible. Ellos sentados ante el televisor caoba; él fumando
sus cigarros Raleigh y ella sus obligatorios y toscos Del Prado, cigarrillos que más que
fumar suspiraba, como si fueran versos. Del box sabía yo “todo” lo que un atorrante debe
saber: se tenía que derrotar al oponente; y si este sufría, tanto mejor. Teníamos una perra
indigna de cualquier prosapia que se arrejuntaba al más amplio sillón de la sala. Y allí los
cuatro. Todo pasaba en las noches de sábado dedicadas al box, cuando este se transmitía
en pantalla a todos los hogares mexicanos; cálidos; sufrientes y derrochando el luto por su
futuro.
Mis padres apostaban entre sí; no dinero, más bien una pizca de honor y sabiduría y
quizás algún secreto. “¿Tú que vas a saber de box?”, arremetía él deseando terminar la
pelea desde el primer asalto. Ella le respondía cuando hacía falta, entre el segundo y el
tercer round, por lo regular. Yo aguardaba su pronóstico y me unía a ella, a su veredicto,
en contra del guardián de la familia. Él sólo gruñía, acostumbrado a que yo me aliara al
costado materno. Y así fui calculando los golpes, el baile, la destreza y el temperamento
de los gladiadores. Ella ganaba la mayoría de las apuestas, sólo requería ver los primeros
pasos, el talante de los boxeadores y los golpes tempraneros. Cultivaba ídolos que yo
heredé. La heroica triada de sus supermanes la formaban dos pesos pluma y un rango
welter: Vicente Saldívar, Ultiminio Ramos y José Ángel Mantequilla Nápoles: un chilango y
dos cubanos mexicanos; el primero parido en Matanzas y el otro, José Ángel, en Santiago
de Cuba. De todos ellos mi madre obtuvo jirones de felicidad y una que otra desgracia. Mi
padre se alebrestaba, blandía en el aire sus puños morenos y no desperdiciaba algún
momento para aleccionarme: “Mira, cómo está guardando la zurda; sabe ahorrar, espera
a que explote y le caerán los billetes encima”; ella, en cambio, reposada, mostraba un
sosiego que apenas se quebraba a causa de su indescifrable sonrisa, una proveniente de
un mundo en donde nada cambia. Y pese a todo ello, sufrió cuando en un sexto episodio,
Carlos Monzón, el peso medio argentino, le pegó al Mantequilla. Mi padre gozaba: “Tu
margarina no soporta martillazos”. Y mi mamá: “Monzón no debería ser boxeador, que se
vaya a un cortijo para que lo toreen y luego lo maten.” Cuando muchos años después tuve
el pésimo gusto de volverme escritor, me enteré de que Julio Cortázar había escrito un
relato inmiscuyendo esa pelea; su título: La noche de Mantequilla.
El mal hado hizo su aparición y a Ultiminio Ramos, también héroe materno, quien, al
parecer, debía ya dos vidas dentro del cuadrilátero (Bob Dylan compuso una canción al
respecto de una de esas muertes: “¿Quién mató a Davey Moore”) lo destronó otro pluma
de hierro: Vicente Saldívar cuya izquierda no era ideológica ni pesaba cargada por las
toneladas de publicidad de que hoy gozan los boxeadores: sólo hacía daño y sus
reiterados puñetazos modelaban el rostro de sus adversarios. Saldívar llenó las gradas del
Estadio Azteca cuando derrotó al inglés Howard Winstone, el estadio recién inaugurado,
noventa mil espectadores, y su golpe de izquierda lo asestaba fuera de cualquier
demagogia con su cuerpo y su enjundia. Ha sido un auriga olvidado, un Caupolicán y un
guerrero. Pero los mexicanos olvidamos y nos perdemos en la niebla de nuestros sueños
apocados. Nombres de tótems de la trompada tengo un puñado: Chávez; Púas Olivares;
Zárate; Sal Sánchez; Chango Carmona; Toluco López; el Ratón Macías; y el campeón
invicto, Ricardo el Finito López: pólvora concentrada en los golpes y en su estrategia de
peleador inteligente; y otros que conocieron la lona o durmieron en ella. Mas como
Saldívar, no, simplemente, nadie. Mis padres guerreaban en la sala y hasta el perro cubría
sus oídos: “No sabe separar los pies, se le va a caer la toalla”, decía mi padre de alguno.
“Le gustan las cuerdas, que se cuelgue de una vez.” “No se mueve, es una piedra, le están
haciendo una escultura desde las gradas.” “Pega mucho, pero el otro esta excitado con
esas caricias de mujer.” “Mantequilla —silbaba mi madre a su esposo, cuando se
emocionaba— baila mejor swing que cualquiera de tu familia”; y luego nos amenazaba a
mis hermanos y a mí: “El lunes se van sus tortas sin mantequilla, merece descansar José
Ángel.”
Pero llegó la guadaña y luego un japonés implacable, sicario, malévolo, Kuniaki Shibata
fue más Saldívar que Saldívar y lo noqueó en Tijuana. 35 cargaba el “Zurdo de Oro” en la
espalda (aunque después en el mismo Japón lo vengara Clemente Sánchez derrotando a
Shibata). Sin embargo, el mal ya estaba hecho y Saldívar se vino abajo, el mexicano que lo
tenía todo menos capacidad de resignación; vio y sintió y sufrió después la verdadera
caída: las drogas, la depresión, el saberse el mejor y haber perdido luego de haber
descuidado su oropel y contundencia. Saldívar murió a los 42 años; vivió demasiado; los
héroes mueren jóvenes, los sabios viejos.