Cuando insisto en que el arte debe ser peligroso, aludo a un hecho en esencia muy sencillo: el arte tendría que ser capaz de alterar la imaginación y estimular la sensibilidad humana. No existe arte conservador, pues ello sería una contradicción evidente e incluso una diatriba algo confusa. Lo que sí tenemos a la vista es el arte derivativo, es decir una variable o repetición matizada de una tendencia o de un movimiento estético. El arte es peligroso por que no lo esperas y entra a su antojo por tu casa cambiando la disposición de los muebles: trastorna el horizonte y afianza la condición humana. El mercado altera el valor de cambio de una obra, mas no toca su singularidad. En consecuencia, las acciones artísticas disruptivas, críticas, extravagantes, solitarias o extremas son para mí siempre bienvenidas: sólo si son auténticas tanto en su estilo como en su producción, puesto que de esa manera devuelven a lo humano su aspecto genuino, rebelde y crítico, mas no a causa de ello intolerante, cerrado o indispuesto al encuentro con el ser de los otros (claro que existen excepciones de toda clase porque hablamos acerca de una acción libre). Por esta razón hay tantas expresiones de arte que se oponen entre sí o se enfrentan en cuanto a la creación de sentido. Lo anterior no las invalida como arte peligroso. Hace ya treinta años que el filósofo palestino estadounidense Edward W. Said escribió: “El artista independiente se encuentran entre las escasas personalidades que siguen estando equipados para ofrecer resistencia y combatir el proceso de convertirnos en estereotipos y causar la muerte consiguiente de las cosas dotadas de vida genuina.” He citado antes ya la anterior definición en esta columna. Y por supuesto un artista que sostenga que hace arte nacionalista puede decir lo que quiera; lo primero o fundamental es que sea un artista.
La cultura, por otra parte, envuelve al arte y lo identifica como una fracción de la producción humana que crea identidad, mobiliario, miscelánea artesanal, expresiones de cualquier clase que van ofreciendo tierra o lugar a una sociedad en movimiento: los objetos que contempla la cultura son numerosos y su espacio es amplísimo: desde cierta clase de comida hasta un automóvil. Y, no obstante, si no existiera el arte entonces la cultura perdería su sentido, ya que extraviaría su sustancia fuerte, animadora como fuente de progreso humano individual o colectivo, tangible o intangible, y cesaría de dar lugar a preguntas creativas o necesarias inclusive. “Toda creación es provocación”, escribió el crítico de arte, Luis Cardoza y Aragón. Y debe de serlo, sobre todo cuando los embates de unas mal entendidas inteligencia artificial y tecnología podrían convertirnos, paso a paso, en autómatas incapaces para la reflexión y la opinión personal y meditada de los asuntos públicos y privados y que además nos tornan incapaces de gozar de una vida propia.
Añadiendo una última observación —la que me parece crucial en este tiempo que marcha aprisa y desbocado—, la educación en todos sus aspectos depende de la cultura, y más si esta educación no se desarrolla públicamente, no se estimula de forma económica (presupuesto) y no se intenta difundir a todos quienes aceptan la democracia como forma de gobierno general. Si la ausencia de educación empobrece a los seres humanos —a pesar de que la educación a veces también amansa en aras de un orden—, la falta de respeto al arte y a la cultura es una pésima noticia para un futuro que se desea se presente un poco más amable.