A raíz del ruido mediático que provocó el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a la activista venezolana María Corina Machado, y la fría y embarazosa reacción de la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum, la polarización que predomina en México volvió a proyectarse, inevitablemente, sobre dos mujeres que representan posturas irreconciliables.

Rara vez la historia latinoamericana ofrece un contraste tan nítido. Dos mujeres formadas en la disciplina, la ciencia y la convicción, que llegaron al escenario público por caminos opuestos, hoy encarnan el dilema esencial de la región: si el poder se ejerce para transformar a un país o se transforma un país para ejercer el poder.

María Corina nació en Caracas en 1967, en una familia de ingenieros y educadores. Su entorno —rígido pero estimulante— le enseñó que la libertad y el mérito son las bases de la prosperidad. Creció convencida de que el Estado debe servir, no dirigir. Claudia Sheinbaum, nacida cinco años antes en la Ciudad de México, fue hija de científicos universitarios comprometidos con la izquierda y las causas sociales. Desde pequeña entendió la política como una extensión de la ciencia.

Dos genealogías del pensamiento: el mérito y el método; la primera confía en la libertad individual como motor del progreso; la segunda, en la planificación colectiva como garantía de justicia.

Machado, brillante y competitiva, estudió en la Universidad Católica Andrés Bello, mientras que Claudia, egresada de la UNAM, fue rigurosa y participativa. La caraqueña desconfiaba del dogma y de la obediencia colectiva; la chilanga creía que la organización era la herramienta indispensable para cambiar la realidad. La venezolana aprendió a pensar en términos de responsabilidad individual; la mexicana, en términos de justicia estructural. Una veía en la libertad el punto de partida; la otra, en la igualdad el punto de llegada.

Cuando dieron el salto a la vida pública, el contraste se volvió destino. María Corina lo hizo en 2002, al fundar Súmate, una organización civil para defender el voto frente a la maquinaria chavista. Fue su primera batalla contra un régimen que desde entonces la ha perseguido, inhabilitado y cercado con la constancia de quien teme la disidencia. Sheinbaum entró a la política como parte del movimiento que surgió del Consejo Estudiantil Universitario (CEU) en 1986, junto con otros líderes que años después ingresarían al PRD y luego a Morena. Gracias a su doctorado en Ingeniería Energética, fue asesora de López Obrador en el gobierno del Distrito Federal y más tarde secretaria de Medio Ambiente.

Ahí comenzó la diferencia esencial. Para María Corina, el poder debía ser consecuencia de la coherencia; para Claudia, la coherencia debía adaptarse a las exigencias del poder. La primera cree que las instituciones deben contener al caudillo; la segunda, que el caudillo puede encarnar las instituciones. No es una cuestión de talento —ambas son inteligentes y determinadas—, sino de fe política. Una pone la libertad por encima de todo; la otra, la lealtad al movimiento.

A lo largo de dos décadas construyeron su prestigio en escenarios opuestos. Machado, perseguida, silenciada y con su vida en riesgo, se convirtió en símbolo de resistencia, promoviendo la libertad como condición de progreso. Sheinbaum, inobjetable en lealtad y obediencia, ascendió protegida por un aparato sólido y se convirtió en la heredera de López Obrador por ser la única de sus posibles sucesores —corcholatas— capaz de garantizar continuidad sin sobresaltos.

Esa herencia define, en ambas, su noción de democracia. Para Machado, votar sin libertad es una forma de esclavitud; para Sheinbaum, la voluntad mayoritaria legitima incluso la concentración del poder. Una trata sobre instituciones y contrapesos; la otra, en cambio, prefiere hablar de pueblo y consensos; una busca emanciparse del Estado y la otra confía en él como redención.

Ninguna es improvisada. Machado ha pagado un alto precio por su integridad, y Sheinbaum ha mostrado eficacia y rigor. Pero sus fidelidades son distintas: una eligió la soledad de la coherencia; la otra, la comodidad del sistema.

Hoy, sus destinos resumen los dilemas de la región. En Caracas, Machado intenta rescatar la democracia de un régimen que la ahogó en nombre del pueblo. En Ciudad de México, Sheinbaum busca consolidar un modelo que se presenta como democrático, pero tiende al autoritarismo. La primera, pelea por liberar a su país del control; la segunda, administra ese control con rostro amable. Una vive bajo amenaza; la otra, bajo un poderoso manto de protección y propaganda.

Que la venezolana haya recibido el Nobel como reconocimiento moral a quien encarna la resistencia civil frente a la opresión, y que la mexicana acumule prestigio por su papel como primera presidenta electa, no las hace grandes: serán sus actos los que continúen definiendo su sitio en la historia.

La presidencia da visibilidad, pero no siempre prestigio. El reconocimiento internacional da brillo, pero no siempre poder. Lo que distingue a ambas no es el éxito, sino el tipo de fidelidad que profesan. Una cree que la ética no se negocia; la otra, que el abuso del poder puede ser moral si se usa para un bien superior. Una lucha por derribar a la tiranía; la otra gobierna para imponerla, en concordancia con el legado del hombre que la eligió.

Pero la historia —aquella que logre librarse de la manipulación estatal— verá que una fue recordada por lo que gobernó y la otra por lo que resistió. A la larga, la verdadera victoria podría no pertenecer a quien manda, sino a quien se atreve a decir no.

María Corina Machado ha sido fiel a sus principios incluso a costa del poder. Claudia Sheinbaum ha sido fiel al poder incluso a costa de sus principios.

X: @ferdebuen

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios