El término “madres buscadoras” comenzó a utilizarse en México hacia 2019, con la fundación del colectivo Madres Buscadoras de Sonora, encabezado por Ceci Flores Armenta. Nació como respuesta directa a la inacción de las autoridades ante la desaparición de sus familiares —mayormente hijos—, y en poco tiempo los colectivos de búsqueda se multiplicaron por casi toda la geografía nacional.

Alas de Esperanza, Grupo VIDA, Sabuesos Guerreras, Jóvenes Buscadores de Jalisco, Colectivo Siempre Vivos Chilapa, Hasta Encontrarte Guanajuato, Sin Ellos No, El Solecito, Guerreros Buscadores (los que dieron a conocer el infierno del Rancho Izaguirre en Teuchitlán) son apenas algunos nombres entre cientos, quizá miles, que permanecen en el anonimato.

Hablar hoy de madres buscadoras simboliza una tragedia colectiva, una resistencia cotidiana y una auténtica vergüenza institucional.

Intenté hacer un censo aproximado del número de colectivos de búsqueda que existen actualmente en México. No me fue posible. Nadie —ni el gobierno federal ni las fiscalías estatales— sabe con certeza cuántos son. Eso, por sí solo, dice mucho.

Uno pensaría que la exposición mediática podría marear con cierta fama pasajera a sus miembros. Que alguna pidiera un cargo público para “arreglar” lo que está descompuesto. Pero no. Lo suyo no son los reflectores, y quien no ha tenido de otra más que dar la cara siempre se encarga de dejar en claro que no son enemigas de los malos ni amigas de los buenos. Solo sus palabras y su neutralidad les sirven como defensa y protección.

Y, aun así, de acuerdo con el portal adondevanlosdesaparecidos.org, entre 27 y 30 personas buscadoras han sido asesinadas en México.

Son ellas —madres, hermanas, hijas, esposas— y también ellos, quienes han construido, a golpes de desesperación, una red paralela de rastreo, excavación, denuncia y memoria. Son quienes caminan entre páramos, desiertos y brechas con picos y palas, siguiendo pistas que nadie investiga y que muchas veces les son entregadas en voz baja, de forma anónima.

Reconocen una fosa por “cómo se ve la tierra”, por la inclinación del terreno, por olores de ultratumba, por señales que ya ninguna autoridad sabe —o quiere— leer. Lo hacen sin respaldo, sin seguridad, sin apoyo técnico y, muchas veces, bajo amenaza. Y, aun así, buscan.

Y no buscan venganza. No buscan culpables. No buscan justicia.

Buscan restos humanos. Buscan poder enterrar a sus hijos, hermanos o esposos. Buscan cerrar una historia y decir: misión cumplida.

En lugar de abrazarlas, el poder federal en el sexenio pasado eligió desacreditarlas. Desde el gélido Palacio Nacional se les acusó de tener intereses ocultos o de dejarse manipular por organizaciones con fines políticos. Como si no fuera ya suficientemente desgarrador que tengan que hacer el trabajo del Estado; además, se les exige silencio y obediencia.

Mientras tanto, desde el terreno institucional, el retroceso es evidente. El desmantelamiento del Mecanismo Extraordinario de Identificación Forense —que prometía avanzar en la identificación de miles de restos humanos— quedó sepultado por el ego, la centralización y el desdén burocrático.

Entre la pasada indiferencia oficial y la desarticulación institucional, las madres buscan. Siguen buscando y aparentemente, la presidenta Sheinbaum empieza a verlas.

¿Y qué buscan las madres buscadoras?

Buscan verdad, aunque duela. Buscan paz, aunque llegue incompleta. Buscan lo que el Estado no les ha querido dar: una respuesta, un gesto de humanidad, una tumba con nombre.

Y si ellas siguen buscando, es porque nosotros seguimos perdidos.

POSTDATA - Se acaban de cumplir cuatro años del colapso de aquella estructura aérea de la Línea 12 del Metro de la Ciudad de México que dejó 26 muertos y una cantidad indeterminada de heridos. Al día de hoy: cero culpables y cero vergüenza de quienes deberían rendir cuentas.

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