Hoy es domingo 19 de enero. La noche ha caído sobre Culiacán, y aunque las calles están silenciosas, mi corazón está lleno de esa calma que sólo da un día bien vivido. Vengo manejando de regreso a casa con mis pequeños, Gael y Alexander, en el asiento trasero, mientras su primo de 17 años ocupa un lugar junto a ellos. Fue un buen día. Comimos, reímos, creamos recuerdos que, espero, perduren para siempre. Pero en esta ciudad, la noche y los criminales tienen sus propias reglas.

Las calles están vacías. Los negocios han cerrado, el tráfico peatonal es inexistente, y los pocos autos que circulan parecen tan cautelosos como yo. Siento un alivio al pensar que estamos rumbo a casa. Sin embargo, a lo lejos, algo llama mi atención. Una silueta amorfa bloquea la calle. Podría ser un accidente, pienso. Instintivamente, quito el pie del acelerador y lo coloco sobre el freno. Más vale ser precavido.

Mis hijos protestan veladamente desde el asiento trasero, cansados y con sueño. Quieren llegar a casa. “Paciencia, ya casi llegamos,” les digo, tratando de sonar tranquilo. Pero mientras nos acercamos, mi estómago se hace un nudo. Lo que antes era una sombra indefinida, ahora se convierte en un grupo de hombres armados. No son policías ni militares, son malandros que nos están marcando el alto.

¡Dios mío!, ¿qué hago? Mi mente entra en una vorágine de pensamientos descontrolados. Mi torrente sanguíneo se inunda de adrenalina. Mi corazón late tan fuerte que siento que se va a salir de mi pecho.

Tengo solamente unos pocos segundos para tomar una decisión para la cual nadie está preparado… piensa…piensa…piensa.

¿Detenerme y esperar que sólo quieran el auto? Podría ser el mejor de los escenarios, aunque no deja de ser aterrador. Tal vez nos dejen ir después de despojarnos. Pero ¿y si no?, ¿y si nos agreden?, ¿y si se llevan a los niños? Mi mente no puede evitar pensar en los secuestros que han azotado a la ciudad desde la captura del Mayo Zambada.

¡Carajo! Simplemente no es posible pensar con claridad. En una fracción de segundo y en una reacción instintiva, mi pie derecho presiona a fondo con toda la fuerza posible el pedal del acelerador. El motor se atraganta de gasolina mientras que el auto avanza tan rápido como puede. Sólo pienso en alejarme de ellos.

Es entonces que el estruendo de los disparos rompe el silencio. Las balas impactan el auto. Los vidrios estallan, la carrocería es perforada, y los gritos de mis acompañantes desgarran el aire.

El dolor es instantáneo y abrasador, como si una varilla al rojo vivo perforara mi tórax. No entiendo del todo lo que sucede, pero sé que algo va terriblemente mal.

Mi visión comienza a nublarse aceleradamente. Mis pulmones luchan por tomar aire. A duras penas el auto logra avanzar unos 100 metros, tal vez un poco más, pero mi cuerpo ya no responde. Mis manos sueltan el volante. Mis piernas se aflojan. Ya no tengo ni la fuerza para voltear a ver los asientos traseros. ¡Mierda! ¿Tomé la decisión correcta?

Mientras la oscuridad me envuelve, un destello atraviesa mi mente: Mi vida es irrelevante si mis tesoros logran llegar a casa sanos y salvos. Mis hijos son mi todo, mi legado, mi razón de ser, mi vida entera. Me aferro a la esperanza de que, de alguna manera, mi acción desesperada haya servido para ponerlos a salvo.

Mi corazón apenas late, no se vale. Maldita gente que ha convertido esta ciudad en un infierno. Malditos políticos que lo han permitido. No se vale que nuestros pequeños crezcan en un lugar donde la vida se pierde en un abrir y cerrar de ojos sin deberla ni temerla. No se vale que el miedo sea nuestro pan de cada día. No se vale que esta sea la última noche que pase con ellos.

Malditos monstruos… no se vale.

POSTDATA I – Cuando uno escribe durante años acerca de seguridad, violencia, crimen y justicia en México, de una forma u otra, se desarrolla involuntariamente una capa de “teflón” que procura mantenerte objetivo en tu pensamiento y en tu texto. En esta ocasión, ese teflón fue inservible. Antonio, Gael y Alexander: espero que su trágica partida a manos de cobardes criminales marque un antes y un después para Sinaloa.

POSTDATA II – Aunque este relato es ficción, está basado en hechos reales. Lo más triste y doloroso es que podría haber sucedido en prácticamente cualquier rincón de nuestro país.

Consultor en seguridad y manejo de crisis

@CarlosSeoaneN

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