La detención del vicealmirante Manuel Roberto Farías Laguna, sobrino político del secretario de Marina en el sexenio de López Obrador, cimbró a las Fuerzas Armadas.
No era un marino cualquiera: era un alto mando con poder de decisión y vínculos familiares en la cúpula, ahora acusado de participar en una red de contrabando y comercialización ilegal de combustibles a gran escala.
El caso estalló en marzo, cuando la Secretaría de Marina decomisó en Altamira y Tampico más de 10 millones de litros de diésel, 192 contenedores, 23 tractocamiones y hasta un buque con armas.
Fue uno de los aseguramientos más grandes contra el llamado huachicol fiscal. Semanas después, la investigación derivó en la captura de varios empresarios y, finalmente, en la del propio vicealmirante, confirmada por Omar García Harfuch, titular de la SSPC.
El hallazgo abrió una cloaca que parecía intocable. El 7 de septiembre, Reforma reveló que los hermanos Roberto y Fernando Farías Laguna —mandos navales y responsables de las aduanas de Altamira y Tampico— habrían facilitado el desembarque ilegal de decenas de buques con combustibles, con la complicidad de personal aduanero y marinos en puestos clave. Roberto ya está bajo arresto; Fernando sigue prófugo.
La magnitud del caso evidencia que no hablamos de un hecho aislado, sino de una red estructurada y enquistada en instituciones que deberían proteger al Estado.
El costo de exponer estas redes ha sido altísimo. El contralmirante Fernando Rubén Guerrero Alcántar denunció en junio de 2024 a los hermanos Farías ante el entonces secretario de Marina. Meses después, el 8 de noviembre, fue asesinado a balazos en Manzanillo, Colima.
En su carta detallaba cómo los Farías y otros capitanes manipulaban nombramientos en aduanas para favorecer operaciones del huachicol fiscal. Todo indica que esa denuncia fue el móvil de su ejecución.
El crimen de Guerrero, sumado al de una auxiliar de la FGR asesinada en circunstancias similares semanas antes, subraya la brutalidad con que estas redes silencian a quienes se atreven a denunciarlas.
Este conjunto de hechos deja lecciones amargas. Primero, que el huachicol fiscal no es un delito económico menor: es un problema de seguridad nacional, que requiere complicidad institucional, logística empresarial y protección política. Segundo, que incluso en las Fuerzas Armadas —presentadas como garantes de la honestidad y la disciplina— existen estructuras corroídas por la corrupción. Y tercero, que quienes intentan romper el círculo vicioso desde dentro terminan pagando con su vida.
El gobierno presentó la detención del vicealmirante como prueba de voluntad política para limpiar las instituciones. Sin embargo, el trasfondo es más complejo: ¿Cuánto sabían los altos mandos sobre estas operaciones? ¿Qué hicieron —o dejaron de hacer— para frenarlas antes de que estallaran públicamente?
La fuga de Fernando Farías es hoy un recordatorio de que hay cuentas pendientes… y las que faltan por venir.
México ya no puede, repito, y no puede darse el lujo de mirar hacia otro lado. La corrupción dentro de sus instituciones erosiona la confianza ciudadana, debilita la legitimidad del Estado y mina cualquier estrategia de seguridad.
El huachicol fiscal es, al mismo tiempo, un negocio multimillonario y una herida en la soberanía nacional… soberanía que tanto gusta enarbolar, exaltar y manosear a los tres poderes de la Unión.
La detención de un vicealmirante es un hecho inédito y simbólico, pero no suficiente. El reto real será demostrar que no se trata de un caso aislado para la foto, sino del inicio de una limpieza profunda.
Porque si algo ha quedado claro en este episodio es que el enemigo más peligroso no es necesariamente el que dispara desde fuera, sino el que opera desde dentro: con uniforme, rango y fuero.
POSTDATA – La organización Causa en Común reporta que, del 1 de octubre de 2024 al 28 de agosto del presente año, al menos 338 policías han sido asesinados. En promedio, un policía cada día. Una tragedia de la que nadie habla.