Hay un momento —silencioso, casi imperceptible— en que una sociedad deja de obedecer por respeto a la ley y empieza a hacerlo por miedo. Ese instante marca la rendición del Estado.
No ocurre con golpes ni reformas, sino cuando la gente organiza su vida alrededor de la probabilidad de que un crimen les golpee: cambia rutas, horarios, hábitos; pone rejas, cancela cenas, paga “protección”. Es el miedo, puntual y eficiente, tomando posesión de las calles.
El miedo no necesita presupuesto, ni Congreso, ni transparencia. Cobra al contado, recauda obediencia y garantiza resultados: silencio, control, resignación. Mientras las instituciones se debaten entre la retórica y la impotencia, el miedo gobierna desde la sombra.
Cuando un comerciante paga una cuota para poder trabajar o cuando un joven se acostumbra a escuchar balazos sin sobresaltarse, el Estado ya no gobierna. El monopolio de la fuerza cambió de manos; la legitimidad, también.
El Estado nació para protegernos de la violencia. Pero cuando deja de hacerlo, esta toma su lugar. En varios ámbitos, esa sustitución ya ocurrió. Los criminales administran territorios, imponen reglas, resuelven conflictos y hasta ofrecen “seguridad” a quienes pueden pagarla. Son, en los hechos, un Estado paralelo: más ágil, más brutal y muy predecible.
El miedo da certezas. La extorsión tiene tarifa; la impunidad, reglas. Lo que se evapora es la libertad: el ciudadano deja de decidir, para empezar a obedecer.
Los narcos, hoy denominados “crimen organizado”, ya no solo trafican drogas o armas: trafican miedo. Ese es su producto más estable y rentable. Donde el Estado cobra impuestos para sostener servicios, los criminales cobran cuotas para sostener silencio. Y ese sistema funciona, porque el miedo es rentable.
El miedo se comporta como una divisa: circula, se acumula y compra obediencia. Las comunidades se adaptan. El Estado mira, impotente, cómo se privatiza la seguridad y se subasta la autoridad. El miedo es sumamente contagioso. El miedo se cotiza mejor que la confianza.
El miedo es la forma más silenciosa de control porque no necesita vigilar: basta con que el ciudadano imagine el castigo. No hace falta la violencia permanente, solo la posibilidad de que ocurra. Así opera el poder cuando se disfraza de costumbre.
La violencia, con contadas excepciones, dejó de escandalizar. Se volvió clima. Poblaciones enteras están dispuestas a sacrificar libertades a cambio de seguridad. Ya no se exige justicia, se ruega protección. Es la democracia en modo defensa.
Pero el miedo, aunque eficiente, no es invencible. El poder que lo sostiene depende de nuestra sumisión. Cuando las personas deciden hablar, denunciar, organizarse, cooperar con otros, el miedo se fractura. Ningún grupo criminal puede controlar una sociedad que recupera la confianza.
La seguridad no se impone; se construye. No con discursos ni penas más largas, sino con justicia, oportunidades y presencia real del Estado en las calles, en las escuelas, en las cárceles.
Un Estado que escucha y protege vuelve a ser creíble. Y cuando la gente confía, el miedo pierde su monopolio.
El desafío no es solo vencer al crimen, sino recuperar el derecho a vivir sin miedo.
Porque una sociedad que vive con miedo es fácil de gobernar; una que se atreve a confiar, es imposible de someter.
POSTDATA PARA MARÍA CORINA MACHADO – “La democracia es una condición previa para una paz duradera. Sin embargo, vivimos en un mundo donde la democracia está en retroceso, donde cada vez más regímenes autoritarios desafían las normas y recurren a la violencia. El férreo control del régimen venezolano sobre el poder y su represión contra la población no son casos aislados. Vemos las mismas tendencias a nivel global: el Estado de derecho manipulado por quienes lo controlan, los medios libres silenciados, los críticos encarcelados y las sociedades empujadas hacia el autoritarismo y la militarización. En 2024 se celebraron más elecciones que nunca, pero cada vez menos son libres y justas”.
Comité Noruego del Premio Nobel de la Paz, 2025.