Miami.— El segundo mandato de en Estados Unidos ha convertido en poder de gobierno lo que hace pocos años parecía apenas un manifiesto de la . La combinación de un gabinete reclutado entre leales ideológicos, un programa detallado como el Proyecto 2025 (Project 2025) y una red de grupos cristianos nacionalistas ha colocado a ese sector en el centro de la toma de decisiones, “mucho más allá de su peso real en la sociedad estadounidense”, dice a EL UNIVERSAL la socióloga Cecilia Castañeda.

El actual gabinete de Trump incluye figuras como el vicepresidente JD Vance, referente de la derecha populista; Pete Hegseth, exestrella de Fox News, al frente del Pentágono; Kristi Noem, símbolo de la línea más dura en inmigración, en Seguridad Nacional; Robert F. Kennedy Jr. en Salud, con un largo historial de escepticismo hacia las vacunas; Brooke Rollins, expresidenta del think tank conservador Texas Public Policy Foundation y del America First Policy Institute, en Agricultura; o Lee Zeldin, excongresista trumpista, dirigiendo la Agencia para Emergencias Ambientales (FEMA), sin la menor experiencia en esta área.

Un análisis de la organización Global Project Against Hate and Extremism (GPAHE) muestra que la constelación de pensamientos que rodean a la Casa Blanca forma “un universo de extrema derecha estrechamente vinculado”, donde casi todos los caminos conducen a la Fundación Heritage y al propio Proyecto 2025, un manual de más de 900 páginas que, señala Castañeda, “propone purgar la alta burocracia, recentralizar el poder en la Casa Blanca, revertir las políticas de diversidad e inclusión y utilizar el poder del gobierno para restaurar una noción de orden natural en materia de familia, género y sexualidad”. El estilo de gobierno se ha expresado también en la gestión de la seguridad interna y la migración.

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Una protesta contra el aborto en Estados Unidos. Foto: Pro Action
Una protesta contra el aborto en Estados Unidos. Foto: Pro Action

Implicaciones globales

En el exterior, la nueva Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense se ha traducido en una doctrina. Europa aparece como un continente al borde de la “aniquilación civilizatoria” por culpa del multiculturalismo y se elogia explícitamente a partidos de extrema derecha.

La inmigración, el feminismo y los derechos de las personas lesbianas, gays, bisexuales, trans, intersex y queer (LGBTIQ) son presentados como amenazas existenciales. La “guerra cultural” dejó de ser un frente doméstico y se ha convertido en eje de la política exterior.

Uno de los primeros gestos simbólicos fue el regreso de Estados Unidos a la Declaración de Consenso de Ginebra sobre la Promoción de la Salud de la Mujer y el Fortalecimiento de la Familia, un documento internacional antiaborto impulsado originalmente en 2020.

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Esta declaración afirma que “todo ser humano tiene el derecho inherente a la vida” y rechaza la existencia de un derecho internacional al aborto, enarbolando la defensa de la familia como “unidad fundamental de la sociedad”. Las organizaciones afines han celebrado el giro. Valerie Huber, presidenta del Instituto para la Salud de las Mujeres, aplaudió que Trump hubiera cumplido su promesa de reingresar a esa declaración, a la que describió como una coalición que afirma que “el aborto no es un derecho humano internacional” y reivindica la “soberanía” frente a lo que califica como “colonialismo ideológico”.

Para grupos como National Right to Life o Alliance Defending Freedom (ADF), EU vuelve así a liderar un bloque “provida” de más de 40 países que busca frenar cualquier avance en salud sexual y reproductiva en Naciones Unidas. Organizaciones feministas del Sur global y redes como Nazra for Feminist Studies han descrito la Declaración de Ginebra como “un ataque internacional contra mujeres, género y sexualidad”, al servicio de gobiernos que quieren restringir el acceso al aborto y desandar compromisos internacionales. Amnistía Internacional advierte que los Estados que se agrupan en torno a ese texto “ponen en peligro la salud y la vida” de las personas, al refugiarse en el principio de soberanía para eludir estándares de derechos humanos ya acordados.

El otro gran instrumento exportado por Washington es la llamada Regla Mordaza Global, reinstalada por Trump el 24 de enero. Esta norma prohíbe que organizaciones no gubernamentales (ONG) extranjeras que reciben fondos estadounidenses informen sobre el aborto, lo practiquen o lo defiendan como política pública, incluso con recursos de otros donantes. El Centro de Derechos Reproductivos (CRR) asegura que el efecto de la regla provoca que “la política socave derechos humanos fundamentales a la vida, la salud, la igualdad, la información, la privacidad y la expresión”, y no reduce el número de abortos, sino que los hace menos seguros y aumenta la mortalidad materna.

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Investigaciones previas ya habían demostrado cómo, en países como Kenia, la Regla Mordaza Global silenció a ONG que antes abogaban por reformas de leyes restrictivas de aborto y quebró alianzas con funcionarios de salud que veían necesario ampliar derechos.

Pero ahora, esta política va de la mano de nuevos acuerdos sanitarios bilaterales que consagran esa visión. La llamada “Estrategia de Salud Global EU Primero” reorienta la ayuda sanitaria a través de grandes pactos con gobiernos “alineados” y pone un énfasis declarado en proveedores “basados en la fe”.

De acuerdo con el Departamento de Estado de Estados Unidos (DoD), Kenia y Uganda, por ejemplo, han firmado acuerdos de varios años por los que Washington aporta miles de millones de dólares para combatir el VIH, la malaria o tuberculosis, a cambio de compromisos internos de gasto y de respeto a las restricciones estadounidenses sobre aborto y educación sexual.

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“Defender a las mujeres del extremismo”

En el frente de género, la piedra angular es la Orden Ejecutiva 14168, firmada el 20 de enero y titulada Defender a las mujeres del extremismo de la ideología de género y restaurar la verdad biológica en el gobierno federal. El texto ordena a todas las agencias revisar políticas, formularios y programas para eliminar cualquier referencia a la “ideología de género” y define el sexo como una “clasificación biológica inmutable” de cada persona como hombre o mujer, excluyendo expresamente la identidad de género.

Universidades como Northwestern han advertido que esto implica deshacer protecciones para personas trans y no binarias en el acceso a servicios, refugios, prisiones y documentación, con “consecuencias inmediatas y devastadoras” para un colectivo ya vulnerable. Saskia Brechenmacher, investigadora del Carnegie Endowment for International Peace, señala que endurecerse contra la “ideología de género” se ha convertido en “una prioridad de primer orden” del presidente y que la orden ejecutiva prohíbe explícitamente usar fondos federales para “promover la ideología de género”, apuntando de lleno a los derechos trans.

El decreto inserta a Estados Unidos en un movimiento transnacional en el que gobiernos de Europa y América Latina, del argentino Javier Milei al húngaro Viktor Orbán, han usado el mismo lenguaje para cuestionar leyes de femicidio, educación sexual o convenciones contra la violencia de género.

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Desde la sociedad civil, activistas como Alessandra Nilo, de la Federación Internacional de Planificación Familiar, advierten que muchos países temen perder ayuda o acuerdos comerciales si defienden abiertamente la inclusión de lenguaje de género y diversidad. La Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU alertó de un “retroceso” global que alimenta la misoginia y la retórica anti LGBTIQ, y ha llamado a garantizar el reconocimiento legal de las identidades de género y el acceso a atención de afirmación de género.

Los defensores de esta política de Trump dicen que está corrigiendo una deriva woke del derecho internacional que habría intentado crear un “falso derecho humano al aborto” y normalizar identidades de género contrarias al orden “natural”. En cambio, organizaciones feministas y de derechos humanos ven en la alianza de la Casa Blanca con gobiernos autoritarios y teocráticos un intento de desmantelar, desde dentro de los organismos multilaterales, el consenso laboriosamente construido en torno a los derechos sexuales y reproductivos. Estas organizaciones, señala Castañeda, apuntan “directamente a la segunda administración Trump como el motor de una coalición antiderechos”.

De acuerdo con el Pew Research Center, la imagen de Trump es netamente negativa entre afroestadounidenses, latinos y asiáticos; su base más firme sigue siendo el electorado blanco, especialmente hombres de mayor edad y con menor nivel educativo. Entre los jóvenes de 18 a 29 años, los sondeos del Harvard Youth Poll muestran una generación hastiada y desconfiada de las instituciones, que percibe al país “en la dirección equivocada” y expresa una preferencia clara por el Partido Demócrata, aunque sin entusiasmo.

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La brecha religiosa es igual de marcada. Un análisis de Pew y del Instituto de Investigación de Religión Pública (Public Religion Research Institute, PRRI) muestra que los blancos evangélicos siguen destacando por su apoyo a Trump: alrededor de tres cuartas partes respaldan tanto su desempeño como sus medidas para acabar con políticas de diversidad e inclusión y recortar agencias federales.

El colectivo LGBTIQ está preocupado. Un estudio de Pew entre adultos lesbianas, gays, bisexuales, transgénero y queer encontró que 78% prevé que las políticas de Trump tendrán un impacto negativo en las personas trans y 71% cree que dañarán a gays, lesbianas y bisexuales. Paradójicamente, otro trabajo del Pew documenta cómo, en el conjunto de la población, han crecido los apoyos a restricciones para las personas trans (en deporte, baños o acceso a tratamientos), al mismo tiempo que una mayoría sigue respaldando leyes contra la discriminación en empleo, vivienda y espacios públicos; un campo de ambivalencia donde la ultraderecha encuentra terreno fértil.

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