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El 20 de noviembre conmemoramos la Revolución Mexicana, aquella justa que, desde el norte del país, inició una reconfiguración social, no solamente en la política, sino en las cocinas.
Y es que, poco se habla de la gastronomía de subsistencia. Aquellos platillos creados no solamente para disfrutar, sino para volverse prácticos para la supervivencia, y hoy Menú te hablamos de ellos, de mano de las expertas.
En la Ciudad de México, esta cocina ha estado presente de muchas formas, una de ellas son los chilaquiles; grandes favoritos del desayuno dominical, altamente fotogénicos, y servidos en versiones austeras o con múltiples complementos. No fallan.
Lo que pocos saben es que el origen de este platillo, que reconforta nuestras mañanas de fin de semana, apunta nada menos que a Xochimilco y a una poderosa gobernante llamada Tlazocihualpilli, quien ideó la forma de aprovechar las tortillas duras bañándolas con una salsa de miltomate, para alimentar a su pueblo en tiempos difíciles.
“Así nacieron los chilaquiles, servidos con quelites, para sacar al pueblo de la hambruna” cuenta orgullosa Rosario Sandoval, cocinera tradicional de Xochimilco. Ese gesto, tan cotidiano pero muy político en su momento, invita a mirar y entender la cocina tradicional de la CDMX; quizá una de las menos reconocidas como patrimonio vivo.
¿Cuántos de los habitantes de esta gran ciudad conocen a profundidad los ingredientes y platillos de Xochimilco, Milpa Alta, Tláhuac, Iztapalapa…? Me atrevo a decir que pocos. Los pueblos originarios del sur de la capital resguardan recetas que nacieron entre agua y cerro, entre milpa y chinampa.
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Entre milpa y chinampa
Doña Ángeles Romero, cocinera de Santa María Tepepan y una de las voces más activas en la defensa de la cocina lacustre, resalta que el sistema chinampero es un prodigio agrícola único en el mundo.
“Nuestros ancestros, lejos de erosionar el suelo, crearon un sistema de cultivo que ha prevalecido a través de los siglos.”
Su relación con los productores comenzó en 2005, luego de darse cuenta de que muchos chinamperos abandonaban la tierra para sobrevivir del turismo y las trajineras. Sin embargo, la resistencia ha permitido crear proyectos como Chinampa Refugio, que recupera técnicas ancestrales y demuestra la calidad de los productos lacustres.
“Ha sido muy difícil despertar la confianza en el producto chinampero”, reconoce Ángeles, pero hoy ese esfuerzo tiene frutos: certificaciones, estudios de calidad y un creciente interés del consumidor.
Según la FAO, el sistema chinampero de la Ciudad de México abarca 2 mil 215 hectáreas distribuidas en varias zonas (Xochimilco, San Gregorio Atlapulco, Tláhuac. El organismo reporta 20 mil 922 chinampas identificadas, pero solo 3 mil 586 están activas; el resto han sido abandonadas.
Xochimilco es uno de los últimos bastiones agrícolas de esta gran urbe y en sus chinampas se cosechan lechugas, hierbas aromáticas, epazote, calabacitas, jitomates, tomates, amaranto y granos que cambian según la temporada.
El valor de producción agrícola de este sistema se estima en 245 millones de pesos, con una producción de 19,213 toneladas de alimentos. No es casual que la cocina tradicional de los pueblos originarios en la Ciudad de México sea profundamente estacional y basada en el aprovechamiento.
Las cosechas se usan con sabiduría y se aprovechan al máximo respetando los ciclos de la tierra: granos como frijoles y habas se dejan secar para guisarse luego, las semillas de los chiles se destinan al chilaxtle y las pepitas de calabaza al mole, comparte Ángeles.
Milpa Alta: el último campo de la ciudad
La tercera voz de esta historia es la de Maricela Leyva, cocinera y productora de Milpa Alta. Su vida transcurre entre surcos de maíz y peroles de fiesta.
“Mi casa está rodeada de milpa… a la hora que yo quiera estiro la mano y corto lo que voy a ocupar”, cuenta con la serenidad de quien vive en un ecosistema pleno.
Su proyecto familiar se basa en la agricultura de temporal. Los excedentes se venden en mercados alternativos y caravanas gastronómicas, donde Maricela ofrece tacos hechos con buenas tortillas de maíz rojo y azul, quelites, flores de maguey…
En Milpa Alta, las mayordomías articulan la vida comunitaria. La del Señor de Chalma implica hacer toneladas de mole y tamales, alimentando a miles de personas durante una semana. “Todos ayudan, todos aportan, así se hacen las mayordomías”, explica.
Fuego heredado
Ángeles y Rosario, madre e hija, ambas certificadas por el Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana han puesto ahínco igual en la técnica que en la transmisión de usos, costumbres y tradiciones.
En su historia familiar, el recuerdo de la abuela Margarita López, mayora del famoso centro nocturno El Patio, quien aprendió con chefs franceses se cruza con los ingredientes cosechados en la milpa de sus abuelos y las enseñanzas de las “tías” xochimilcas encargadas de guisar para las mayordomías.
“Mi abuela materna Margarita, era una mayora empírica, me enseñó a medir pizcas con las manos, al tanteo, a afinar los sentidos: gusto, olfato, vista. Yo aprendí con ella y desde el siglo pasado, empezamos a dedicarnos a los banquetes para las fiestas de acá del pueblo", relata.
“Mi abuela paterna era cocinera tradicional y mi abuelo agricultor; eso me permitió tener contacto con todos los productos de la milpa desde niña. Mi abuela criaba sus guajolotes, sus gallinas, tenía su sincolote con el maíz y llegado el momento, lo desgranaba, hacía el nixtamal y tortillas a mano [...] A diferencia de mi abuela materna que sí me enseñó cómo, mi abuela paterna no, yo tuve que ver cómo lo hacía. Era la única mujer entre 7 hermanos, todos hombres y revolucionarios; no tenía paciencia. Yo la miraba encurtir sus aceitunas, moler en metate, en molcajete y eso se me quedó muy grabado”, relata Romero, quien es enfermera de profesión.
Rosario evoca tiempos en los que su madre la llevaba aún en el rebozo a las fiestas de Tepepan, donde se aprendía cocinando para cientos de personas.
“Después de muchos años en la gastronomía, empezamos a darnos cuenta de nuestros platillos cotidianos: el paste, el chile pozonalli, los tlapiques, el mixmole, las sopitas de charal… eran desconocidos para la gente y no se replicaban porque los ingredientes se estaban perdiendo”, cuenta Sandoval.

Cansadas de la banquetera, Ángeles y Rosario decidieron establecer Chantico, un proyecto para esparcir la palabra y la sazón de su cocina y recetas.
“Chantico es la energía femenina del fuego, la señora de los tesoros ocultos del corazón y sobre todo es la energía que vive en el tlecuil de la casa y se nos hizo perfecto porque eso era de lo que queríamos hablar: alrededor de la cocina suceden historias, comunidad, salvaguarda de recetas… y esta forma de vivir es la que nosotros transmitimos a nuestras hijas, sobrinas, nietas”, explica Rosario.
La joven investigadora insiste en que ser cocinera tradicional no es sólo dominar técnicas o ingredientes, es una forma de vida y de organización, de enseñarle a sus hijos el gusto por un buen taco de sal, que sepan cómo hacer un nixtamal, un tamal, un atole, un tlapique y que todos esos platillos tienen razones de ser.
En Xochimilco la cocina se mueve al ritmo de las fiestas: los tlapiques en tequios de agradecimiento, los ayocotes adobados para difuntos, los tamales específicos para el cambio de mayordomía en Candelaria.

“No es lo mismo preparar un chilatamal que un tamal de frijoles”, puntualiza Rosario, recordando que todas esas recetas tienen razones sociales, climáticas, rituales.
Hacer comunidad
A diferencia de quienes habitan en el ojo de la mancha urbana, surten su despensa en los supermercados y echan mano de plataformas de entrega a domicilio, estás mujeres xochimilcas cultivan una estrecha relación con sus proveedores, conocen qué se cultiva en cada chinampa y cuándo.
Su cocina se complementa con ingredientes de la milpa cerril provistos por Maricela, quien les surte maíz, nopal, hierbas, calabacitas y verduras de temporal.
Las historias de Ángeles, Rosario y Maricela ponen de manifiesto que la gastronomía es resistencia, diálogo con la tierra, cultura y comunidad y así las de otras tantas cocineras que desde Iztapalapa y Tláhuac hacen lo propio: transmitir, heredar, salvaguardar.
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Hacia un reconocimiento impostergable
“La gastronomía es resultado de un entorno natural y cultural”, define Rosario y recuerda a su abuela Chayo relatar sobre los tiempos en que los canales de Xochimilco eran cristalinos y estaban llenos de peces. Hoy algunos ingredientes, como el ahuautle y ciertos pescados nativos, casi han desaparecido del humedal por la presión urbana.
Por ello, tanto cocineras como académicos trabajan contrarreloj para elaborar un expediente para la candidatura de la cocina tradicional de la CDMX como Patrimonio Cultural.
“Estamos tratando de integrar un expediente para que la cocina tradicional de la CDMX, que es tan poco conocida y creo una de las que mayormente está en riesgo, justo por la presión de la urbanización sobre los humedales y la milpa, se declare patrimonio y salvaguardarla. Prácticamente llevamos un año trabajándolo”, cuenta Sandoval.
A 15 años de que la cocina mexicana obtuvo el nombramiento mundial por parte de la UNESCO, las cocineras capitalinas saben que aún falta visibilizar el valor de estas recetas y los ecosistemas que las sostienen.
“No estamos rescatando nada, siempre ha existido, pero estaba guardado en las casas xochimilcas”, dice Ángeles. Rosario, por su parte, advierte: “Es una de las cocinas más amenazadas por la presión urbana sobre los humedales.”
La Ciudad de México guarda una cocina viva, vibrante, compleja y profundamente comunitaria, nacida de la necesidad de sobrevivir. Una cocina que, como el fuego de Chantico, permanece encendida para quien quiera acercarse.
Porque es cierto, preservar ingredientes y técnicas es importante; pero es esencial preservar la forma de vida que los hace posibles. Y esa sigue latiendo, entre chinampas y milpas, en manos de mujeres que han encontrado en el fogón la manera más poderosa de mantener vivo un territorio.
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