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Salsa. Dos sílabas conforman un vocablo profundamente arraigado en la cultura mexicana, esconden un universo de significados particularísimo de nuestro picante imaginario, y constituyen el secreto del éxito en casi cualquier taquería.
En el resto del mundo, la palabra salsa engloba desde un género musical hasta una mezcla líquida o semi líquida, dulce o salada, caliente o fría, que condimenta diversos platos.
Si se debate la materia con cocineros de la escuela clásica francesa, referirán con certeza a las salsas madre (concepto desarrollado por Marie-Antoine Carême en el siglo 19 y perfeccionado por Auguste Escoffier): béchamel, velouté, holandesa…
Los italianos, probablemente, saldrían en defensa de su boloñesa; los japoneses a favor del umami que regala la salsa de soya. Pero en México es imposible disociar esta locución de las 200 variedades criollas, 64 domesticadas, de chiles hoy conocidas.
Macha, molcajeteada, tatemada, borracha, botanera, mole… los mexicanos hemos desarrollado un complejo entramado de mezclas picantes para cada platillo y ocasión.
Aprendemos de forma empírica y por imitación a verter Valentina sobre las palomitas de maíz, sabemos que una salsa borracha engrandece ese taco dominguero de barbacoa, pensamos en el mole sobre una pierna de guajolote como uno de los más grandiosos platos de fiesta.
Si lo reflexionamos a fondo, hay salsas que incluso definen nuestra ruta gastronómica hacia los antojitos, porque aquel tlacoyo sin salsa de pasilla o esta gordita en ausencia de la salsa roja se sienten desnudos, incompletos, imperfectos.
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Ciencia y legado picante
Desde pequeños experimentamos el placer rabioso del picor, porque en México ni las golosinas escapan a ser condimentadas o espolvoreadas con chile.
The Journal of Biological Chemistry explica mejor lo que ocurre a nivel fisiológico: la capsaicina (compuesto activo presente en los chiles) interactúa con los receptores del dolor en boca y garganta, provoca ardor. El cerebro interpreta ese “calor” y libera endorfinas y dopamina (neurotransmisores relacionados al placer), para aliviar nuestra sensación de malestar.
"El picante no es solo una sensación, es un sabor en sí mismo. Aporta una capa extra de complejidad a los platos y despierta los sentidos", comenta David Chang, el célebre chef de Momofuku en uno de sus podcasts.
Quizá esa reacción fisiológica forme parte de las razones por las cuales el picante ha estado presente en la dieta mesoamericana durante milenios. Según el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), el chile ha estado ligado a nuestro territorio por más de 7 mil años. El Códice Florentino lo menciona como un ingrediente recurrente.
La llegada de los españoles y sus navíos cargados de nuevas materias primas, como el ajo, la cebolla y el aceite de oliva, hicieron mestizo el compendio de salsas hoy documentado en los libros y recetarios familiares.
“Cada salsa, por más sencilla que sea, tiene una historia detrás; representa una forma de entender los ingredientes y la naturaleza en México”, puntualiza el chef Enrique Olvera en su libro Tu Casa Mi Casa.
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En busca de sensaciones
Antes de continuar, puntualicemos que, desde 1912, existe una medida para cuantificar el picor: la Escala Scoville (SCU, por sus siglas en inglés). Desarrollada por Wilbur Scoville, consiste en diluir un extracto de chile en agua azucarada hasta no detectar la sensación picante.
Actualmente, el método es menos empírico: se analiza una cromatografía líquida de alta resolución (HPLC), que mide la concentración de capsaicinoides, aunque los resultados siguen convirtiéndose a Unidades de Calor Scoville (SHU).
Pero los aficionados al picante, más que hablar el lenguaje científico de las SHU, sucumben a los encantos de la jerga mercadológica: llamas, fuego, etiquetas de un rojo infernal, nombres como La Perrona…
Y es que, desde hace un lustro, el furor por las salsas picantes traspasó fronteras con la proliferación de marcas y su diversificación para satisfacer niveles de picante. Un estudio de Food Quality and Preference señala que la creciente demanda de sabores intensos y exóticos ha impulsado esa popularidad, especialmente entre los millennials.
Programas televisivos como Hot Ones, donde las celebridades prueban salsas que van de lo suave al extremo picante, y películas como Flamin' Hot: El sabor que cambió la historia han generado fascinación por la hazaña de tolerar y disfrutar el picante.
Uno de los críticos gastronómicos y autores con los que puede entablarse una conversación profunda y documentada al respecto es Alonso Ruvalcaba, quien ha hecho de las salsas embotelladas su perdición: posee una colección con más de 100 etiquetas y las ha probado casi todas.
De acuerdo con Euromonitor International (2021), el mercado de las salsas picantes en México alcanza un valor estimado de $500 millones de dólares anuales en ventas. Alrededor del 95 por ciento de los hogares mexicanos consumen salsas embotelladas, y cada mexicano consume en promedio 2.2 litros de salsa al año.