A estas alturas, ya todo el mundo conoce las pintorescas opiniones de Marcelino Perelló sobre la violación. Escribí “pintorescas”; debí poner, con más precisión, “repulsivas”. Lo despidieron de modo fulminante de su programa radiofónico, entre una rechifla general. Yo escribo esto con tristeza, con indignación y en medio de un estado general de pesadumbre.

Me llama la atención que Perelló no dé la menor señal de darse cuenta de nada; quiero decir: de la quiebra intelectual y moral que sus dichos revelan. No sé si siempre fue así. Por desgracia, sé cómo es ahora, en 2017. Escuché lo que dijo en el programa Sentido contrario y por eso le dedico estos renglones.

Hace medio siglo, muchos no teníamos las ideas claras sobre un montón de problemas gravísimos como, entre otros, la violencia de género; sabíamos lo que pasaba en tantas calles y casas con las mujeres, pero no éramos capaces de poner esos hechos en una perspectiva justa, sensata, racional. Vino el feminismo y nos “alevantó”; pero eso pasó hasta bien entrada la década de 1970-1980. Los viejos militantes rojos, como Perelló, quizá vieron con desdén ese movimiento; no lo sé con certeza, pero lo supongo: lo que ocurrió en su programa del 28 de marzo lo dice de mil maneras. Tiene, como dijo el clásico, “el aplomo de quienes ignoran la duda”; no podría entender la brechtiana “Loa de la duda”.

Yo fui uno de tantos brigadistas de 1968. Sentía sincera admiración por los dirigentes del movimiento, entre ellos, desde luego, por Marcelino Perelló, “de Ciencias”. Qué lejano está todo aquello.

Seguirá habiendo una cargada de reprobaciones contra Marcelino Perelló. Él sostiene lo que dijo en Radio Universidad. Tiene convicciones firmes y no parece dispuesto a discutirlas ni a escuchar ningún argumento, menos todavía, sospecho, si viene de alguna “vieja”. Uso el término porque él mismo lo utiliza con soltura, con desenfado: suena en su boca como en la de cualquier borrachín acomplejado, en plena plática de cantina con sus compinches, conforme se gastan la quincena rumbo a la madrugada de la cruda. Desde luego, lejos estoy de condenar el alcoholismo, una enfermedad devastadora que bien conozco; pero aquí no se trata de eso, sino de la vulgaridad y de la vileza de lo que dijo Perelló. (Lo aclaro de una vez: estoy midiendo mis palabras.)

¿Arrepentirse, enmendar el rumbo, disculparse? ¡No, qué va! Lo dicho, dicho está. El viejo dirigente siente, piensa y dice que está en lo correcto. No estoy de acuerdo: lo que dice, piensa y siente Marcelino Perelló es una inmundicia sin redención.

Todo esto me produce un desaliento enorme. Muertos casi todos los dirigentes del movimiento de 1968, me da escalofríos ver cómo el último de ellos asiste a sus funerales en vida: es el verdugo, el cadáver y el enterrador. Desaparece ante nuestros ojos liquidado por su abismal estupidez, en un frenesí deprimente de pobrediablismo.

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