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El derecho de autor es un derecho reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dice en su artículo 27 lo siguiente: “Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora.”
A pesar de ello, actualmente hay toda una narrativa que nos pretende hacer creer que el derecho de autor es un obstáculo para la difusión de la información y el conocimiento, y que por tanto debería de ser eliminado. Hay intereses muy poderosos detrás de esta narrativa. De hecho, son las empresas más ricas en la historia de la humanidad las que alimentan este discurso.
El problema radica en que el modelo de negocio de los gigantes tecnológicos es la venta de publicidad y, para ello, el derecho de autor les estorba. Mientras más contenido gratuito tengan, más publicidad pueden vender.
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El periodista Robert Levine escribió en su obra Free Ride: How Digital Parasites are Destroying the Culture Business: “Google tiene tanto interés en los contenidos gratuitos en línea como General Motors en la gasolina barata. Por eso la empresa gasta millones de dólares en presionar para debilitar los derechos de autor”.
En el Comité Permanente de Derechos de Autor de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, OMPI, hay un sinnúmero de organizaciones de la sociedad civil, comprobablemente financiadas por los gigantes tecnológicos, cuya labor es dinamitar el sistema del derecho de autor como lo conocemos. Los conozco, yo he estado ahí.
Por supuesto que la narrativa de que “la información quiere ser libre” y que todos los contenidos deberían de ser gratuitos es muy atractiva. ¿Quién no quiere una comida gratuita?
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Lo que no se ve es el sistema detrás de toda la información disponible hoy en día. Es como una enorme presa que hemos construido, con una cantidad de conocimiento inconmensurable.
Cuando se propone dinamitar la cortina de esta presa, se ignoran las consecuencias de largo plazo. Por supuesto en una primera instancia habría un caudal impresionante de conocimientos disponibles.
Pero, una vez que se haya agotado el agua de la presa, nos enfrentaríamos a la peor sequía que nos podríamos imaginar. Ya no habría autores que quisieran dedicar tiempo para escribir, ni editoriales que estarían dispuestas a invertir en nuevas publicaciones. Una catástrofe distópica.
Un ejemplo en tiempo real de esta catástrofe la encontramos en Canadá. Allá se aprobó en 2013 una legislación que contempla una muy amplia excepción al derecho de autor para fines educativos. Diez años después de esta polémica ley, los resultados desastrosos están a la vista.
No solo hubo enormes afectaciones a autores y editores canadienses, sino que, paradójicamente, los más perjudicados han sido los propios estudiantes canadienses, a quienes esta ley pretendía beneficiar.
Hoy en día los alumnos canadienses no tienen ya, como era costumbre hace más de diez años, libros de autores canadienses, producidos por editoriales canadienses, en los que puedan estudiar. Hoy estudian en libros importados de otros países, sobre todo de los Estados Unidos, en donde no hay este tipo de excepción al Derecho de Autor.
Esto se debe a que los autores canadienses de contenidos educativos no tienen ya incentivos para escribir y las editoriales canadienses tampoco están invirtiendo en libros que luego puedan ser reproducidos indiscriminadamente.
John Degen, presidente de la Unión de escritores de Canadá, que es la principal organización de autores en aquel país, con más de 2,600 miembros, nos dice lo siguiente en relación con este tema:
“El abandono a los creadores y editores canadienses es una desgracia para nuestro país y una vergüenza internacional.”
El entonces Director General de la OMPI, Francis Gurry, me dijo hace un par de años lo siguiente en una entrevista que le hice y que está disponible en la página en internet de la Unión Internacional de Editores:
“Mira, el Derecho de Autor es el principal modelo de negocio para regresar valor a los creadores y sus asociados de negocio, y ha sido así por mucho tiempo, ¿sabes? Varios siglos. Y no lo veo reemplazado por algo como la publicidad.”
Adicionalmente, tenemos un problema gravísimo con la moda de compartir pdfs de libros protegidos por el derecho de autor en WhatsApp. En todas las universidades de México y del mundo, hay profesores que invitan a sus alumnos a no comprar libros y les comparten archivos de los libros de texto por WhatsApp.
A mí me llegan innumerables pdfs de libros en diferentes grupos, en los que se ha vuelto un deporte compartir estos contenidos de manera ilegal. No, no está bien compartir archivos en pdf por servicios de mensajería digital de las últimas novedades editoriales, como se ha puesto de moda últimamente.
Es ilegal, no importa cuántas personas a nuestro alrededor lo hagan. No importa que todo mundo se pase el alto. No deja de ser una violación a la ley.
Hay una frase atribuida a Agustín de Hipona, escritor, teólogo y filósofo cristiano del siglo IV, que dice: “Lo correcto es correcto, aunque nadie lo haga; lo incorrecto es incorrecto, aunque todos lo hagan”.

En realidad, el derecho de autor es algo bastante simple y puede resumirse en la facultad exclusiva que otorga al autor de autorizar o no la reproducción de su obra y, en su caso, las modalidades bajo las que esto se puede dar.
En adición a la ilegalidad, la reproducción no autorizada de obras protegidas por el derecho de autor causa un enorme perjuicio a autores y editores, y limita severamente la creación de nuevas obras, literarias, educativas, infantiles, académicas y de todo tipo.
Pensémoslo dos veces la siguiente vez que recibamos un pdf ilegal de un libro, o cuando pensemos en compartirlo. De esta manera, respetando el Derecho de Autor, estaremos contribuyendo a la creación y diseminación de nuevas obras que enriquezcan nuestro patrimonio cultural.
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