La bruma y el detective (Salto de Página, 2025) de Mauricio Montiel Figueiras es una pieza magistral que eleva la narrativa latinoamericana a una dimensión filosófica muy pocas veces alcanzada. En la superficie se trata de una novela negra contemporánea ambientada en los años noventa en San Francisco, California, pero en el fondo es una obra que emerge en medio de nuestro mundo enloquecido por la virtualidad, los algoritmos y la inteligencia artificial. La novela cuestiona la naturaleza misma de la realidad, de la memoria, del amor y del deseo utilizando el género del thriller policiaco para incursionar en forma clandestina en el mundo metafísico de la conciencia, convirtiendo al lector en detective del crimen más devastador de nuestro tiempo.

Desde la primera página la obra se plantea como una novela total por su contexto universal, su manejo del lenguaje y su poesía —“La mejor poesía de este siglo está escrita en prosa”, diría Roberto Bolaño—, la amplitud de sus registros y sobre todo porque logra enlazar lo íntimo, lo filosófico y el suspenso en una estructura ontológica de espejo presente en la mente de cualquier ser humano. Un hijo que en busca de su identidad hereda la profesión de su padre, un libro olvidado que contiene una dedicatoria profética, una mujer amada y una ciudad donde la bruma cubre no sólo las calles sino la lucidez y el alma de quienes la habitan: estos son los principales elementos que maneja Montiel Figueiras.

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Crédito: El Universal
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El centro de la narrativa es el tiempo y sus juegos a través de los cuales somete a los protagonistas, la multiplicidad de los acontecimientos. Pasado, presente y futuro se entrelazan en un ahora eterno donde el devenir se imbrica con deseos, premoniciones y temores. El autor afirma que es el tiempo y no la vida lo que en realidad se acaba.

La historia comienza con un detective anónimo, heredero de un padre mitificado con el sobrenombre de Scottie, que encuentra en el Parque Dolores un libro olvidado: Sri Aurobindo. Profeta de la vida divina. La dedicatoria firmada en 1957 remite al detective a la antigua obsesión de su padre con una mujer llamada Madeleine, eco de la famosísima película Vértigo de Alfred Hitchcock y curiosamente de los bizcochos memoriosos de Marcel Proust. A partir de ahí la realidad del protagonista se desdobla en la relación apasionada que sostuvo con M, una mujer enigmática de origen asiático que desapareció tras una última cita cargada de erotismo.

Hay aquí juegos en los que los personajes dialogan con maestría intertextual, se confunden y toman imposturas en aparentes transustanciaciones. La bruma que envuelve el bosque californiano, el océano Pacífico y las islas cercanas a San Francisco también posa su manto gris sobre las islas que el propio protagonista ha creado en su mente en su obsesiva persecución de M, la mujer que lo ha embrujado con sus bellos pies marmóreos, su juventud y su insaciable sensualidad.

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La confusión comienza con la proyección de los contenidos de conciencia del detective al evocar a esa mujer ausente que le quita el aliento. Él ha heredado la profesión paterna y por momentos no sabemos si se transforma en Scottie, su propio padre, quien parece dejar para su hijo el libro de pastas verdes en el Parque Dolores. Tras las huellas tanto de su padre como de M, el protagonista se interna en la ciudad como siguiendo un mapa complejo, sube por sus colinas, baja hacia la bahía, escucha el estruendo del mar. La lectura nos hace girar en un vértigo para perdernos en los recovecos urbanos, en las curvas sinuosas como las de una mujer: el Barrio Chino, la Torre Coit, la Pirámide Transamérica, la Misión Dolores con su cementerio vigilado por la mirada pétrea de fray Junípero Serra. La mente del protagonista se va convirtiendo en un torbellino, acicateada por el exceso etílico y los medicamentos que el psiquiatra le receta y en los que él se refugia mientras se pregunta: “¿Quién querría regresar de entre los muertos?”

En su perplejidad, el detective se pregunta si en las páginas del libro sobre Sri Aurobindo ha descubierto “la involución sufrida por la materia al trocar en conciencia” o la comprensión casi imposible de la esencia de la realidad, o si la dedicatoria de Scottie es un mensaje cifrado para él: “Y entonces la materia revelará el rostro del espíritu.” En su búsqueda desesperada de la mujer desaparecida acude a viejos contactos e incluso consulta a su ex cuñada Lixue, pero no hay un cadáver ni una resolución del acertijo: sólo imágenes oníricas cada vez más intensas en las que figuran su padre, Madeleine, Isabel —una amiga de M con quien sostiene un romance pasajero— y M en el centro, en una dimensión de un probable superyó que vaga sin descanso por el perímetro avasallador de la Bahía de San Francisco.

Con su método de cazador urbano dominado durante su larga experiencia, el detective logra dar finalmente con M. Después de todo no importan los actos sino las huellas de los actos, las sombras proyectadas entre la bruma que hay que descifrar. Al encontrar a la mujer amada cae víctima del asesino y él mismo, al ser amenazado, la destruye. Con ello encuentra su ruina y el descubrimiento de que el infierno no está en la vida eterna sino en la existencia cotidiana. La niebla lo envuelve todo en un mundo lleno de fantasmas esquivos, inaprensibles, que parecen interpelarnos con la música de Turandot: “Pero mi misterio está encerrado en mí, / ¡nadie conocerá mi nombre!” Tal como sentencia un indigente al gritar por la calle: “Nunca conocerás al hombre.”

En un último juego macabro de impostura y confusión, el autor pregunta: “¿Hay alguien ahí?” El detective se ha extraviado. Es su padre y es también él mismo quien lo busca, escuchando el rumor de un carrusel en un parque de diversiones, observando el cosmos en el cielo raso de una habitación, evocando El Principito de Antoine de Saint-Exupéry para escudriñar el planeta donde habita el niño solitario que puede o no ser su propio hijo desaparecido. En el colmo del imaginario del protagonista, un monitor para bebés constituye el artefacto de la esperanza para comunicarse con su hijo y entrar en contacto con el universo entre el rumor de la estática que proyecta la ausencia insalvable que le ha desgarrado el espíritu.

Como se dijo al principio, Mauricio Montiel Figueiras ha escrito —tal vez sin advertirlo— una novela total que no pretende abarcar el mundo entero pero que sí lo condensa de una manera genial aunque subterránea. A lo largo del texto habitan los espíritus de los viejos maestros de la literatura que el autor ha estudiado por muchos años: Franz Kafka y su alma escondida en las epístolas dirigidas a Felice Bauer y Milena Jesenská, James Joyce y su Dublín que contiene a Ítaca. Hay también ecos de Doctor Faustus de Thomas Mann, cuyo personaje Adrian Leverkühn encarna la decadencia de Alemania, y de Pedro Páramo, con su cacique dialogando en el pueblo de los muertos atisbado por Juan Rulfo.

La obra de Montiel Figueiras es animada por una voz propia y poderosa en la que se detectan paralelismos con escritores como Jorge Luis Borges, Haruki Murakami y Enrique Vila-Matas, o en el ámbito de la filosofía, Antonin Artaud y Georges Bataille. Mauricio Montiel Figueiras coincide con ellos en su imperativo por entregar a los lectores un viaje imposible a través de esa realidad inmanifiesta que pese a su elusividad es la responsable de la mayoría de nuestras dudas, sufrimientos y perplejidades ante la existencia.

Más allá de su intriga laberíntica, La bruma y el detective nos revela que la conciencia no puede ser explicada sino habitada y experimentada en lo humano. En este sentido, la novela materializa lo que el filósofo contemporáneo de la mente David Chalmers o el físico matemático Roger Penrose han planteado como el Problema Difícil de la Conciencia para aclararnos desde la ciencia por qué sentimos, por qué recordamos, por qué amamos. La bruma y el detective se sitúa justo en el umbral de lo explicable y lo inexplicable frente a una civilización que se fragmenta para ofrecer una suerte de redención literaria. Sólo así podremos descubrir el verdadero significado de la dedicatoria de Scottie a Madeleine en el libro de pastas verdes: “Siempre habrá otros planos de la existencia para encontrarnos. Y entonces la materia revelará el rostro del espíritu.”

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