Permítanme compartirles mis impresiones sobre un par de conciertos a los que recién asistí y que no pudieron ser más contrastantes y, a la vez, más entrañables por tantos recuerdos que me hicieron evocar. Imagínese: lo que oí en ellos osciló entre Chopin y el Festival OTI. Le cuento:

El primero se lo debo a ese admirable emprendedor cultural que es Abraham Vélez Godoy, quien organizó los días 11, 12 y 13 un homenaje en el Centro Universitario Cultural en honor a esa leyenda viviente que es el Maestro Eduardo Magallanes, actual “compositor y arreglista honorario” de la Orquesta de las Artes y, desde mucho antes, uno de los talentos más multifacéticos de nuestra industria discográfica: él fue el atinado visionario que contrató en exclusiva para la RCA Víctor a un jovencísimo Juan Gabriel y quien hizo los arreglos con que triunfaron canciones emblemáticas del Festival OTI, como El Triste, que catapultó a la fama a José José, o El fandango aquí, con la que ganó Eugenia León hace 45 años, cuando era contratada por su voz y no por su lamentable proselitismo político.

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Alexander Vivero — Recital Chopin, Auditorio Blas Galindo. Crédito: Lázaro Azar
Alexander Vivero — Recital Chopin, Auditorio Blas Galindo. Crédito: Lázaro Azar

Antes de eso, el sonido del Maestro Magallanes ya me acompañaba a través de sus arreglos a las canciones de Armando Manzanero que tanto le gustaban a mi mamá: Voy a apagar la luz, No, Mía o Contigo aprendí se escuchaban a diario en casa, y –no están Ustedes para saberlo-, desde entonces me reconozco fan irredento de Angélica María y admito que la mayor frustración de mi niñez fue no haber concursado como imitador de “La novia de América” en el programa de Luis Manuel Pelayo. Me sabía todas sus canciones y sufría con ella en sus telenovelas, de las que no solamente me aprendía los diálogos, también recuerdo los créditos, y en Muchacha italiana viene a casarse figuraba el nombre del Maestro Magallanes como autor de A dónde va nuestro amor, esa maravillosa canción con la que me desgañitaba a diario bajo la regadera. Hablando de telenovelas, sabrán que mi adorada Julia De la Fuente me confesó que, de todas las canciones de Juanga, su favorita es Abrázame muy fuerte, cuyo arreglo, también del Maestro Magallanes, contribuyó al éxito de la telenovela homónima.

Con todos estos precedentes, se podrán imaginar con cuántas ganas asistí a la primera fecha de estas presentaciones. Vélez Godoy y Enrique Patrón de Rueda se alternaron la batuta, en tanto que el micrófono pasaba de Dagmariz Serafin, Mariana Pamplona, Jéssika Arévalo, Omar Olvera y Rodolfo Zarco, a Gerardo Reynoso para cantar clásicos que iban de Júrame, Contigo en la distancia y Hasta que te conocí, a El último trago o Seré. Para beneplácito de la concurrencia, en algunas de ellas participó el mariachi Somos México, ya que si alguien ha sabido fusionar el sonido sinfónico con el del mariachi, ése ha sido el Maestro Magallanes y, para prueba, ahí están los arreglos que le hizo a Juanga para sus presentaciones en Bellas Artes.

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Antes del intermedio, el Maestro Magallanes subió al escenario para recibir un reconocimiento y poco después tuve la oportunidad de agradecerle tantos momentos extraordinarios que su música nos ha brindado. Tras años de padecer por estas fechas de infinidad de “conciertos patrios” en los que no faltan el Huapango ni los Sones del mariachi, este año disfruté un concierto que no pudo ser más mexicano ni, tampoco, más festivo: concluyó con todo el público bailando el Noa Noa, ese maravilloso himno que nos puso a jotear a todos, aunque no lo supiéramos.

Un par de días después acudí al Auditorio Blas Galindo del Centro Nacional de las Artes para escuchar el recital Chopin que ofreció Alexander Vivero como parte del Festival de piano “En Blanco & Negro”, cuya programación está tan venida a menos que no puedo negarle un ápice de veracidad a quien me dijo que, de haber sido un referente internacional, ahora es un lamentable festival estudiantil, “en el que aún los niños genios pecan de abordar obras que todavía tienen verdes”. No sé si será por ignorancia, pero la selección de invitados se ha relajado tanto, que pretenden suplir madurez, profesionalismo y trayectoria con personajes cuyo único mérito parece ser el número de seguidores que tienen en las aplicaciones del momento y cuyos nombres más vale ni mencionar. Sería conferirles una existencia en el ámbito pianístico… y la realidad, es que no existen.

En junio del año pasado escribí una columna titulada “Sucesores en ciernes” en la que les compartí la inmejorable impresión que me dejó el recital que ofreció este talentosísimo joven tapatío en la Universidad Panamericana, razón por la que ahora acudí con las más altas expectativas y salí con sentimientos encontrados. El programa anunciaba cuatro obras fundamentales de este compositor polaco a quien, musicalmente, reconozco como mi primer amor: el Scherzo 3, la Sonata 2, la Balada 3 y la Sonata 3.

Durante el Scherzo, me sorprendió que Vivero abordara las octavas con ligereza, “por encimita” y sin llegar al fondo del teclado; tras algunos momentos de evidente incertidumbre, terminó brillantemente y lo justifiqué pensando que habían sido los nervios. La segunda Sonata ya se la había escuchado en aquél recital que me dejara tan grato sabor de boca, y no sé si se habría confiado en que la traía más amarrada, pero se permitió en ella ciertas libertades que no van con lo que Chopin pidió puntualmente en la partitura, como el Più lento del segundo movimiento, en el que apresuró inadmisiblemente la melodía confiada a la mano izquierda durante los compases 144 a 160. ¿Por qué? Por otra parte, celebro que respetara las repeticiones marcadas en esta obra y la pureza de su cantábile durante la parte central de la Marcha fúnebre, así como la claridad y el fraseo del Presto final.

Sin decir agua va, omitió la Balada 3 y aunque abordó la monumental tercera Sonata con prudencia, claridad estructural y sus problemas técnicos resueltos, en más de un momento se notó que le faltó afianzar la memoria, pero eso, vendrá con el tiempo. Su redención del Presto, ma non tanto fue tan electrizante que suscitó una prolongada ovación a la que Alex correspondió bisando con el caramelito más recientemente añadido al catálogo chopiniano: ese valsecito encontrado hace apenas un año en la Morgan Library, en la que supongo fue su primera interpretación oficial en México.

Talentos como el suyo no abundan y, por ello, formarlo es una responsabilidad mayúscula. Hago votos porque caiga en buenas manos. Con un maestro de vasta experiencia y amplios conocimientos que no se limite a decir que “es tan talentoso que solito puede hacer las cosas”. No. Alex es un garbanzo de a libra y en la medida de su talento hay que disciplinarlo, pulirlo y exigirle, si es que queremos verlo florecer a la medida de sus capacidades. Si no, corre el riesgo de perderse como otros dizque “niños prodigio”, cuyo único mérito fue la capacidad de sus padres para publicitarlos. Felizmente, no es su caso.

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