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A inicios de marzo de 2017, el vocero de Emilio Lozoya, Ignacio Durán, me pidió una reunión por tres columnas que escribí acerca del exdirector general de Pemex. Hacía casi un año que Lozoya había dejado la empresa, pero ya entonces las investigaciones periodísticas y la Auditoría Superior de la Federación habían evidenciado sus malos manejos al frente de la empresa; más aún, el escándalo de corrupción de Odebrecht estaba al descubierto y a México se le atribuían sobornos por 10.5 millones de dólares, presuntamente negociados con Lozoya Austin desde que era coordinador de Vinculación Internacional en la campaña a la Presidencia de Enrique Peña Nieto.
La cita fue en el despacho privado de Emilio Lozoya, en la calle Prado Sur de las Lomas de Chapultepec. El recibimiento de su exvocero —cuestionado por sus relaciones con periodistas y por su poca eficiencia como coordinador de Comunicación Social— fue el de alguien que siente desprecio por la otra persona: sin un mínimo saludo de cortesía se limitó a indicarme el camino que conducía a la oficina de su jefe.
Ahí estaba Emilio Lozoya, enfundado en uno de sus trajes caros y con su Patek Philippe en la muñeca; su semblante estaba un tanto descompuesto, no por miedo —intuí—, sino por el coraje de haber sido retratado en mis textos como alguien soberbio y arrogante, quien gusta de los lujos y la buena vida, todo con base en entrevistas a sus colaboradores y ex colaboradores.
Fue lo primero que me reclamó: “No es cierto que sólo bebía agua de la marca Fiji, tampoco que tenía un chef personal y un sommelier, ni que cuando llegaba a la torre de Pemex —casi siempre por aire— iba acompañado de guardaespaldas y pedía que nadie usara los elevadores de la torre ejecutiva”.
Traía mis textos impresos con comentarios al margen y algunos párrafos subrayados con marcador amarillo. Tenía respuesta para casi todo lo que yo había escrito: que si había volado a Nueva York o a los Emiratos Árabes en los aviones de Pemex, “cómo no iba a hacerlo, si así llegaban todos los directores, presidentes y jeques de las empresas más importantes del sector energético”; que si el avión de la empresa despegaba o aterrizaba en un aeropuerto privado cercano al lugar donde su esposa posee un departamento en el Upper West Side de Manhattan, era por trabajo, pues cuando él viajaba con su familia necesitaba algo más grande, ya que los acompañaban las nanas de sus tres hijos, los chefs, entre otros; que sí bebía vinos caros, eso era cierto, pero no los compraba a cuenta del erario, los sacaba de su cava personal.
Hacia el final de la reunión, que se había extendido por más de una hora, le cuestioné si no le parecía un conflicto de interés que en 2015 hubiera volado, en el helicóptero de Pemex, 54 veces a la torre GAN, de Campos Elíseos, donde está la oficina de Alonso Ancira y la sede de Altos Hornos de México (AHMSA), un contratista y socio de Pemex al que le vendió una planta de fertilizantes de casi 500 millones de dólares.
Quizá harto de las preguntas y de mi insistencia, me respondió que sí, que “ahí sí me la daba”, que “pudo haber existido un conflicto de interés”.
Me quedé frío con la declaración de Lozoya, quien por el contrario no parecía preocuparse por sus dichos. Se sentía intocable. En cambio, me habló de su profunda amistad con Enrique Peña Nieto y me dijo que a su salida de Pemex, el entonces presidente de México le había ofrecido la dirección del Infonavit, la cual rechazó.
La semana pasada, la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda, a cargo de Santiago Nieto, inhabilitó a Emilio Lozoya del servicio público por un periodo de 10 años. Fue la primera llamada del expediente que ya tenía armado el extitular de la Fepade, a quien Lozoya habría fustigado con la publicación de información personal cuando este quiso involucrarlo con el escándalo de Odebrecht.
Ayer se le giró una orden de aprehensión por supuestas operaciones financieras con recursos de procedencia ilegal. “La gestión de Emilio Lozoya al frente de Pemex estuvo dedicada a la corrupción”, declaró Nieto. Por lo pronto, ayer se detuvo en España a su amigo, el empresario Alonso Ancira, a quien junto con el ex director de Pemex se le congelaron sus cuentas bancarias.
Lozoya Austin dividía su vida entre México, Estados Unidos y España. El 9 de mayo pasado se le vio en la Plaza del Sol con lentes oscuros y una playera polo verde, disfrutando de las tardes madrileñas junto a su esposa Marielle Helene Eckes.
Ayer trascendió que se encontraba de regreso en la Ciudad de México, en el domicilio de Rubén Darío 115. Su abogado, Javier Coello, confirmó que estaba en el país, pero fuentes oficiales aseguran que se trata sólo de una estrategia: hay registros de que Lozoya Austin está en Texas, quizá con su amigo y ex director de Procura y Abastecimiento de Pemex, Arturo Henríquez Autrey, quien le ayudó a planear la compra-venta de Agronitrogenados.
Posdata. El abogado Vicente Corta, socio del despacho White & Case, estaría también en la mira de Santiago Nieto. Fue él quien llevó la parte legal de estas adquisiciones consideradas “fraudulentas” por el propio presidente Andrés Manuel López Obrador.
Twitter: @MarioMal
Correo: mario.maldonado.padilla@gmail.com