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Se trata de una película de terror, así lo anuncia el canal o la empresa dedicada a lacerar espíritus; y no pasa mucho tiempo antes de ver en la pantalla a una criatura cualquiera persiguiendo a un ser humano que huye para salvar su vida. La criatura puede ser un alienígena, un monstruo, un animal prehistórico, una mosca con senos en vez de ojos, un criminal cuchillo o metralleta en mano. ¿Qué opinión puede despertar algo así? La risa, quizás, las lágrimas, o el bostezo. Te encuentras en un restaurante y alguien en la mesa quiere celebrar abriendo una botella de champaña, esa bebida montaraz, y pedir el platillo más costoso de la carta, y lo consulta con el mesero quien, además, es incapaz de responderle “no pida ese platillo, es una basura”, y ambos sonríen, uno gozando de la propina por adelantado y el otro feliz de alcanzar durante unos minutos la “buena vida”. ¿No mueve todo esto a la risa? ¿O a las lágrimas? Un actor de la tele se halla sentado en la mesa y come al lado de su pareja en un lugar público, está tenso, sus ternillas no se sueltan hasta que alguien lo reconoce y se aproxima hacia donde el actor mastica, para saludarlo o pedirle un autógrafo. Y hasta entonces el comensal famoso puede disfrutar su comida. ¿No invita tal escena a lanzar un mar de lágrimas o carcajadas? La mujer se sabe bella y come al lado de un funcionario de mediano o alto nivel, finge prestarle atención, pero mira y flirtea con los hombres mas jóvenes de las mesas vecinas en tanto su compañero va emborrachándose cada vez más y mostrando su esperpéntica personalidad. Y sumemos a esta lista a la cauda de borrachos que una vez anestesiada de alcohol te ofende, es descortés, se revela como un bulto atroz y después retorna a la normalidad. ¿Cuándo terminarán tales escenas? Es evidente que nunca, pues de lo contrario el humano sería rana, dios o medusa. Y el catálogo podría ampliarse hasta extremos indecibles, la bitácora de la ignominia y la repetición. Kierkegaard daba a la repetición un papel fundamental en la construcción de la libertad o del libre albedrío que pregona la religión. No obstante, los argumentos al respecto, creo que la repetición es la reiteración de lo que tiene que ser, no de la libertad precisamente. Solicito una disculpa a los filósofos por valerme de este símil o analogía para complementar mi hartazgo, pero creo que la comicidad que provoca la reiteración de un acto banal, cotidiano a lo largo del tiempo no nos vuelve libres, sino cínicos y nihilistas, empujados por una bestialidad ingobernable. En fin, sugiero a los lectores leer La repetición, de Sören Kierkegaard si es que soportan el libro.
“La ternura no existe sino para Onán / Y nadie es misericordioso / sino consigo mismo”, reza un fragmento poético en El tigre de la casa, de Eduardo Lizalde, el poeta que ha escrito como una fiera, impulsado por un odio y un terror que no son ternuras impostadas, sino odio, terror y escupitajo. La repetición se antoja necesaria para no morirse de miedo, y, sin embargo, es tan ordinaria como el placer más aferrado y profundo. ¿Qué más añadir? Yo no los juzgaré, puesto que forman parte del circo en que se ha tornado mi infierno. La tradición y su hilo de repeticiones, rituales y folclorismos vacíos fundan el paraíso en el campo del horror. ¿Qué sería de mí si no me levantara y aullara de dolor, como si hubiera recién nacido? La risa y la comicidad, o las lágrimas y el pesimismo. Allí están esos dos escritores del siglo pasado que representan o encarnan cada uno de estos rostros, Yuri Poliakov, burlón y marinero de la ironía, y Valentín Rasputín, conservador pesimista y cantor de los males. Uno se ríe y es punzante, mientras que el otro insulta al presente y acepta el triunfo de la enfermedad (les sugiero acudir a La literatura rusa de fin de milenio, de Jorge Bustamante-García; Ediciones sin nombre; 1996. y directamente a las novelas de Poliakov y de Rasputín: Un amor parisino de Kosta Gumankov, o Siberia, Siberia, respectivamente y por ejemplo. Y pese a que les recomiendo estas lecturas —cuando las librerías mueren o supuran dizque novedades— también quisiera conminarlos a no acercarse demasiado a Rusia, a su maldita esencia y a su humanidad sin adjetivos. Así, cuando alguien se repite hasta la alucinación y el cansancio, entonces ¿está siendo fiel a su espejo diario?, o quizás es sólo un pazguato sin imaginación, alguien que le teme al arte y a su capacidad de modificar el rumbo y de alterar la conmovedora repetición de aquellos actos que nos dan placer, seguridad y una comodidad animal que defendemos impúdicamente.