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Si le dijera, afanoso lector, que todas las claves de la vida y el muy lamentable fallecimiento de Anthony Bourdain, ese Sid Vicious redimido por su talento de cocinero, están en su primer libro, Confesiones de un chef, no tiene por qué creerme. Ni se lo voy a demostrar. Pero en cuanto lo lea va a percatarse de que ahí estaba la clave de todo: de su pasado, de su presente —el texto fue dado a conocer en 2000—, de su posible futuro, y, eso sí puedo asegurárselo, pasará una semana de lectura feliz, intrigante, amena y casi inverosímil a veces de no saber que todo aquello no es sino una autobiografía a mitad del camino. Además de concordar con aquí su escribidor, que con Bourdain no sólo se pierde a un cocinero de excepcional talento y a un irreverente personaje televisivo de la cultura contemporánea, sino a un prosista por el que vale mantener la copa en el aire mientras se brinda a su memoria.
Que sí, que como sabemos, escribió libros que no faltan en las cocinas que se respetan (las personales y las profesionales) —Sin reservaciones, Malos tragos, La cocina de Les Halles, Semicrudo, Viajes de un chef, Apetites, y demás—; que sí, que hizo una miríada de programas sobre cultura culinaria, viajes y dignificación sobre los latinoamericanos, muchos de ellos mexicanos directamente, que trabajaron con él, en programas como A Cook's Tour, No Reservations, The Layover, The Taste, The Mind of a Chef o Parts Unknown.
Lo complicado es saber si Bourdain tenía un motivo para suicidarse (fuera por decisión expresa, fuera porque se le pasó la mano en el juego de autoerotismo que implica la muy peligrosa asfixia parcial del practicante). El derecho, lo tuvo, y lo ejerció. Lo otro, el enigma, nos dará mucho qué pensar, por fortuna.
En Confesiones de un chef, curiosamente, ya menciona como a un amigo inseparable a Ripert, quien lo encuentra ya fallecido. Nadie mejor que un hermano adoptivo para ser el primero en enterarse del asunto. Así lo menciona Bourdain:
“Desde luego hay muchas posibilidades de que este libro pueda acabar con mi oficio de chef. Habrá anécdotas de miedo. Trancas de las buenas, drogas, folladas en la zona de alimentos no perecederos, revelaciones repugnantes sobre el mal manejo de los alimentos, (…) y puede conseguir que mis potenciales empleadores dejen de considerarme santo de su devoción. Mi manifiesto desprecio por la comida basura, los vegetarianos, los que rechazan las salsas y los que sufren intolerancia a la lactosa, no me va a permitir lucir mis hazañas culinarias en el canal Food Network (…) No me llamará Eric Ripert pidiéndome ideas para hacer el plato del día de pescado para mañana. Pero de ninguna manera voy a engañar a nadie sobre la vida, tal como la he visto.”
Si con eso, el lector no inicia hoy la lectura del volumen, espere un ejemplo de mucho más adelante: “Conocí actores, usureros, cobradores de impuestos de protección, ladrones de coches, sujetos que vendían documentos falsos, fulleros de teléfono, estrellas porno y a una chica de alterne drogadicta que, durante el día, asistía a una escuela de pompas fúnebres.”
Pero esa circunstancia no duró mucho: era imposible seguir con la vida que transitaba y describe de forma cruel hasta para sí mismo: “Algo tenía que cambiar. Tenía que redimirme. Durante demasiado tiempo había sido la versión culinaria de El holandés errante. Vivía sólo a medias, sin pensar en el futuro. Me revolcaba en el lodo, de sensación en sensación. Era una vergüenza, un fiasco para mis amigos, mi familia y para mí mismo. Ni las borracheras ni las drogas servían ya para ahuyentar semejante fiasco (…) Estaba agazapado en un agujero profundo y oscuro. Sentí que despuntaba al alba mientras abría ostras y almejas. Era tiempo —era realmente tiempo— de levantar cabeza.”
Tuvo mujeres magníficas a quienes amó y amigos que habrían dado la vida por él, como el siempre más grande amigo de un chef, el segundo de a bordo: “En condiciones ideales mi segundo chef es como mi mujer. Iré más allá: en condiciones ideales, mi segundo chef está más cerca de mí que mi mujer. (…) Steven, mi segundo chef, era mi demonio, mi gemelo, mi personaje a lo Bilko, mi doble. Además de cumplir con las habituales responsabilidades de un segundo chef —hacerse cargo de la cocina en mi ausencia, mantener el alto nivel de la cadena y guardarme las espaldas— es un hombre que no tiene precio para mí porque sabe cómo resolver cualquier problema. (…) Tener un segundo chef con excelentes habilidades culinarias y mentalidad de delincuente es uno de los grandes regalos de los dioses.”
Y dice, casi al cierre, para que la “vuelta de tuerca” fuera 18 años después la vida y no la autobiografía: “No voy a irme a ninguna otra parte. Espero. Ha sido una aventura. A lo largo de los años hemos dejado atrás algunas víctimas. Ha habido destrozos. Ha habido pérdidas. Pero no habría dejado de aprovechar esta aventura por nada del mundo.”
Bourdain vino, cocinó como los dioses, escribió como los príncipes y se fue muy pronto para todos quienes aprendieron de él la forma de comerse a la vida.
@cesarguemes