Por tu maldito amor, Monterrey, no puedo terminar con tantas penas. Para un chilango sentir el amor de Oaxaca (y su comida) es la cosa más fácil del mundo. Es como gustar de videos de gatitos: así de inmediato y de obvio y de plano es el amor de Oaxaca. ¿A quién no le gustan los videos de gatitos? ¿Y Oaxaca? Avienten un ladrillo al azar en el DF; seguro le cae a un restaurante oaxaqueño. Cualquier chilango puede sentir el llamado de Mérida (y su comida). Es como gustar de Pokémon Go o de Justin Bieber: así de fácil y de elemental y de compartido es el amor de Mérida. ¿A quién no le gusta Justin Bieber? ¿O Mérida? Avienten un ladrillo al azar en el DF; si no le rompen la ventana a un restaurante oaxaqueño, seguro que desmadran un puesto de cochinita pibil. Pero a ver: sean chilangos y padezcan como yo el amor de Monterrey (y su comida). Los reto.
Primero hay que luchar contra los prejuicios. Todavía existen quienes creen que en Monterrey y municipios aledaños “no se come bien” o que se come “pura carne asada”. Que yo sepa, ha habido habitantes en esa ciudad desde hace al menos cuatrocientos años, y están tan sanos o tan echados a perder como cualquier pinche chilango o cualquier oaxaqueño. Su cocina es una cocina de la adversidad, de la aridez, y a la vez es poliédrica, copiosa, pingüe. Encuentra sutileza en la pequeña variación, en la mutación ínfima. Piensen en la carne seca servida en una michelada para bajar el maldito calor primero, como un hermoso pedazo de grueso papel (con limón) de botana luego, como un machacado con huevo después, como un atropellado (en salsa) al final. Esta cocina es un triunfo de la inteligencia y la industria humana.
Después hay que luchar contra la horrible escasez de restaurantes regios en el DF. Yo me refugio en El Regiomontano, en el barrio panza del DF: San Juan. Alguien podría decir que este lugar ha visto mejores tiempos o que está “desangelado”. (¿Qué demonios vienen a hacer los ángeles a esta conversación?) Pero tiene un asador de cabrito a la vista y de sus paredes penden grabados: ‘Ciudad de Monterrey’, ‘Catedral de Monterrey’, ‘Villa de Santiago’… Es más que suficiente. El machacado explora la tensión entre la liquidez y la sequedad y se estaciona a medio camino; no triunfa ni el huevo ni la carne seca. Sólo una salsa martajada de chiles en escabeche logra romper la tensión hacia lo húmedo, lo picante y lo salado. Los frijoles borrachos son un platillo limítrofe o litoral; está parado en la encrucijada de su ser-botana, su ser-sopa y su ser-plato fuerte. (Emborrachados con cheve, no con pulque, porque #NL.) Las cebollas curtidas están a punto de ser un kimchi: ácidas, tantito fermentadas, dan un filo insustituible a todo lo que tocan. Y entonces: cabrito. Asado al pastor, en un espetón sobre la lumbre viva, bello como un volcán en extinción. Es un plato montés, o mejor: montaraz. Es rudo, insociable, grosero. Sabe a monte (rey). Su riñón es una pequeña esmeralda comestible; está guardada, protegida. Su machito es una mentada de madre al arte de la charcutería; un decirle: Hasta aquí llegarás y no más lejos. (También venden cabecita de cabro al vapor, pero no la he probado. Pronto, me digo en medio del insomnio y la tristeza. Pronto.)
¿El Regiomontano es un “buen restaurante”? No tengo la menor idea. ¿La que me dejó es “buena persona”? No tengo la menor idea. Pero por su maldito amor no puedo terminar con tantas penas.
El Regiomontano
Dirección: Luis Moya 115, Barrio de San Juan.
Precios: La última vez que estuve ahí pedí un machacado, una orden de espaldilla de cabrito, una orden de tortillas de harina (no venían ribeteadas, emoji de tristeza infinita), un agua mineral y dos copas de vino. Pagué $704.95, ya con el 15 de propina.